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 El arte de perdonar 5 (bis)

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m_elissah

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El arte de perdonar 5 (bis) Empty
MensajeTema: El arte de perdonar 5 (bis)   El arte de perdonar 5 (bis) EmptyJue Jul 05, 2007 5:40 pm

.................... study


Jesús capta la desatención de los fariseos, que protestan ante los clamores de sus discípulos de la entrada triunfal en Jerusalén. Sigue captando tantos silencios, tantas ausencias. "Si éstos callan, gritarán las piedras" (Lc 19,40). Es bien consciente de los que se avergüenzan de él ante los hombres (Mc 8,38 ), de los que lo niegan ante los hombres (Mt 10,33).

¿Quién podrá analizar toda la carga de sentimiento que hay en la mirada del Señor a Pedro instantes después que éste le negase tres veces? Sobriamente Lucas nos dice: "El Señor miró a Pedro". El evangelista nos permite a nosotros radiografiar esta mirada: ¿reproche, ternura, compasión, aliento?
Jesús se queja de su soledad y abandono en el huerto, cuando los discípulos, ignorantes de todo lo que está pasando en su corazón a esa hora, duermen sin más: "Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar?"(Mc 14,37).
Ante el beso traidor de Judas, Jesús se estremece y no puede por menos que insinuar la atrocidad de esa traición: "¿Con un beso me entregas?" (Lc 22,48 ).

A la bofetada del siervo de Anás, Jesús responde mansamente: "Si he hablado bien, ¿por qué me pegas?" (Jn 18,23).
Ciertamente el corazón de Jesús era bien sensible hacia la desatención, la ingratitud, la traición, los insultos, los olvidos, las bofetadas, los besos traidores, las negaciones, los abandonos, los silencios. Bastan estos pocos pasajes para poner de manifiesto esa sensibilidad del Señor. La capacidad de perdonar no supone la insensibilidad ante la ofensa, sino la superación de la ofensa mediante el amor. De la misma manera que el valor no significa ausencia de miedo (eso sería temeridad), sino la superación del miedo.

Por eso el Señor quiso dejarnos constancia de esos reproches y esas quejas, por otra parte tan consideradas. Reproches meramente insinuados, que nunca aplastan, sino que abren el camino hacia la conversión.
Pero son muchas más las veces en las que el Señor calla. Sobre todo a la hora de la Pasión llega la hora del silencio. Después de haber dejado claro en sus reproches que era sensible a la ingratitud, decide callar. Basta haber hablado una vez. Basta una insinuación; no hay que martillearla como un estribillo, como un tic nervioso que exaspere a los verdugos.

Jesús calla cuando le abandonan sus amigos, y cuando le atan y cuando le tiran de la barba, y cuando le calumnian, y cuando le pegan con un palo y le meten la cabeza en una bolsa. Jesús calla cuando le visten y le desvisten como si fuera un muñeco, y cuando se convierte en el hazmerreír de los guardias, que desahogan con él el mal humor de una noche en vela; y cuando los soldados le azotan y le ponen el trapo rojo y una caña cascada en su mano y se arrodillan ante él para decirle con sarcasmo: "Ave Caesar"

Jesús calla cuando prefieren a Barrabás y cuando le catalogan entre los bandidos y ni siquiera encuentran un voluntario para ayudarle a llevar la cruz; y cuando le arrancan jirones de piel junto a los vestidos ya pegados a la costra de las heridas. Jesús calla cuando enjambres de moscas ennegrecen los bordes de sus llagas y completamente desnudo queda expuesto a las miradas curiosas y observaciones procaces de los soldados. Jesús calla cuando el calambre de los nervios de los pies y manos encogidos por los clavos le llevan al paroxismo del dolor.
Y así muere, desnudo, abandonado, vendido, traicionado por sus amigos, después de haber sido cruelmente torturado en las dependencias policiales y condenado ante todos los tribunales. Sin nadie junto a él para ofrecerle un gesto de amistad, sin más beso que el de un traidor. El último sabor de la vida que queda en sus labios es el del vinagre; el último espectáculo que contemplan sus ojos ya vidriados por la muerte es el de los puños alzados, los gritos de victoria y las burlas de quienes interpretan sus lamentos como una ridícula invocación a Elías. Y al final un último grito, después de haber callado tanto; un grito estentóreo, inarticulado, casi animal, que rasga las tinieblas recogiendo las últimas energías de esa vida que se extingue. Marcos es el evangelista que más ha subrayado la crueldad de los verdugos, la oscuridad y el silencio de Jesús. En nada ha querido dulcificar el relato crudo y sobrecogedor. Están ausentes en Marcos todos los otros motivos tiernos, edificantes, de Lucas y Juan. En la austeridad de su relato, en la ausencia de cualquier elemento milagroso o devocional, en su misma crudeza estilística, consigue que no haya ninguna muerte humana, por cruel que sea, que no pueda mirarse en el espejo de la muerte de Jesús; ni siquiera esas muertes tan absurdas en las que resulta difícil descubrir la más mínima brizna de sentido o coherencia. Las tinieblas que rodean la cruz de Marcos son más espesas que las de los otros evangelistas. Y su mismo estilo literario torturado está tan despojado y desnudo de artificios como el mismo cuerpo de Jesús en la cruz.

Es con esa imagen con la que tenemos que confrontar continuamente todas las ofensas que nos resulta imposible perdonar; las calumnias y marginaciones de que hayamos podido ser objeto; los desaires y desplantes, los olvidos y silencios, las largas esperas, las burlas y todas las bromas de mal gusto; aquel puesto que merecía y se lo dieron a otro por enchufe; aquel amigo que no supo guardarme el secreto; aquella persona que me debía tantos favores y me rechazó cuando necesitaba de ella…
Después de hacer el recuento de todas las injurias de Jesús, he de escuchar de sus labios el "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen"(Lc 23,34). Hasta ese punto llegó el perdón de Jesús.
La medida del amor viene dada por la capacidad de perdonar. Dicen que todo hombre tiene un precio: unos se venden por un millón, otros sólo por mil millones; todo sería cuestión de ir aumentando el soborno hasta llegar al listón de cada uno.

Dicen también que todo amor tiene un límite, que viene dado por la cantidad de cosas que estaríamos dispuestos a perdonar a la persona amada."Te amo tanto que si me hicieses esto y aquello y lo de más allá, estaría dispuesto a perdonarte. Pero si me haces eso otro, eso ya no te lo perdono. Hasta ahí llega mi capacidad de perdonar". O sea, ahí llega tu amor.

¿Cuál es tu límite? ¿Cuál es el listón de lo que serías capaz de perdonar? ¿Está en siete veces o setenta veces siete? Todo amor humano tiene un listón, tiene un límite. ¿Cuál es el tuyo? ¿Lo has alcanzado ya?
Lo que se nos ofrece como espectáculo de contemplación en la cruz es el del único amor humano que no tuvo ningún límite, el de aquel que "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo les amó hasta el final" (Jn 13,1).

Hemos descripto todas las injurias y desprecios que tuvo que sufrir Jesús. Imposible pensar en un ser humano que haya tenido que sufrir ni una mínima parte de tanta humillación. Y, sin embargo, en Jesús el amor ha vencido. En Jesús encontramos un corazón que, sometido a las presiones más extremas, no se quiebra, no da lugar al odio o a la desesperación, sino que sigue amando. Un corazón que "no se dejó vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien"(cf Rom 12,21).
Dice San Juan Crisóstomo: "En las guerras se considera vencido al que cae. Pero entre nosotros la victoria consiste en esto mismo. Nunca vencemos cuando nos portamos mal, sino cuando soportamos el mal con paciencia. La victoria más bella consiste en vencer con nuestra paciencia a los que nos hacen daño" .
Por eso la verdadera victoria no está tanto en la resurrección cuanto en la misma cruz. La resurrección no viene sino a poner de manifiesto la victoria lograda sobre la cruz, a reconocer el sentido de la pasión. "La fe pascual suprime el escándalo del crucificado haciendo ver su sentido profundo y no meramente dándole una revancha sobre los que le vencieron. La resurrección quiere mostrar ante todo que la misma cruz fue ya una victoria" .
No podemos dividir el misterio pascual en dos etapas separadas: una horrible historia y un epílogo feliz. No se trata de un combate a dos "rounds", en el que Cristo habría perdido el primero en un momento de debilidad, para ganar luego el segundo y definitivo. No, la verdadera victoria está ya en la cruz, es allí donde Jesús da un grito vencedor: "Todo se ha cumplido" (Jn 19,30). El griego usa aquí la misma raíz (telos) que se había utilizado en el prólogo a la Pasión: "Los amó hasta el final", hasta el cumplimiento (Jn 13,1). El grito de Jesús constata no meramente el cumplimiento de unas profecías, sino el cumplimiento del amor que llegando hasta el final no tiene ningún listón en su capacidad de perdonar. Verdaderamente "la única medida del amor es amar sin medida".

Todo esto lo ha expresado muy hermosamente el evangelio de san Juan. Sólo él nos narra la Pasión en clave de victoria. Desde un punto de vista humano, cabría pensar que en la cruz se oculta Dios. El escándalo de la cruz esconde su poder. Pero si, como Juan, pensamos que la gloria de Dios consiste en su amor hasta el fin, su infinita capacidad para tolerar la ofensa, su riqueza de "jésed y emet" (amor y fidelidad), ¿dónde mejor que en la cruz se revela la gloria de Dios? En la cruz Dios ya no se esconde, se revela. Y por eso puede decir el evangelista: "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, la plenitud de su amor fiel"(Jn 1,14).

Es al pie de la cruz donde el evangelista ha sido testigo de esa gloria: "El que vio da testimonio" (Jn 19,35). Es esa escena sobrecogedora del soldado blandiendo la lanza, queda atravesado el corazón de Jesús. La respuesta que viene de lo alto no es un rayo de cólera divina que deja fulminado al soldado. Al contrario, lo que sucede es que se rasga el corazón de Dios para revelarnos la dimensión de su amor, y se derrama sobre los hombres su misericordia. Sólo las dimensiones de la ofensa dan la proporción de las dimensiones del amor. La herida del corazón de Jesús es como una rendija por donde se nos invita a contemplar las proporciones de su amor, su riqueza insondable (Ef 3,8 ), la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que desborda todo conocimiento (Ef 3,18,19).

Pero hay algo más. El evangelista no dice meramente "hemos contemplado", sino que añade: "Y de su plenitud todos hemos recibido"(Jn 1,16). La grandeza del amor de Dios en la cruz se nos ofrece no sólo como un paisaje a contemplar, sino como una riqueza a compartir. La misma herida del costado que se nos presenta como rendija para asomarnos, es simultáneamente una fuente por donde se desborda este amor y se comunica.

Hemos contemplado y hemos recibido. Es precisamente contemplando como recibimos. Por eso, cada vez que la injuria sea tan grande como agote nuestra capacidad de perdonar y seguir amando, tenemos que situarnos ante este paisaje del corazón abierto de Jesús, para recibir esa plenitud de amor fiel que se derrama sobre todos cuantos la contemplan.

Y ahora ya no solamente Jesús, sino otros muchos cristianos que han contemplado y recibido, se hacen capaces de amar hasta el final. Conocemos tantos ejemplos en la esposa burlada que acaba venciendo con su amor la infidelidad del marido, en el padre de los drogadictos que acaba venciendo con su amor el poder de la droga. Jesús sigue venciendo el mal con el bien en tantos corazones que se obstinan en seguir amando y no sucumben ante el odio y el rencor.

J. Manuel Martín-Moreno, SJ
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