m_elissah
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| Tema: El arte de perdonar 3 Vie Jun 22, 2007 4:51 pm | |
| PERDONAR A LOS DEMÁS........
Nos hemos referido a los hombres como esos erizos que al acercarse se lastiman y se hieren porque están recubiertos de un caparazón de espinas. Lo que va enturbiando el gozo de la fiesta en las relaciones comunitarias son esas continuas heridas que nos infligimos unos a otros y nos empujan a separarnos. Por eso en el corazón de la comunidad junto con la fiesta está el perdón. El Espíritu nos es dado para ser capaces de vivir en el perdón mutuo.
El perdonar a los que nos han ofendido es a la vez un don de Dios y una tarea del hombre. En cuanto don pertenece a la esfera de lo gratuito, de lo que no se merece, ni se conquista, ni se compra con nuestros esfuerzos. Pero este don gratuito no es algo que se haga en nosotros sin nosotros; sino más bien el impulso para ponerse encamino, la perseverancia para seguir en él pacientemente, aun cuando tardemos en llegar a la meta: la mano tendida para ayudarnos a levantar cuando hemos desfallecido de cansancio.
El don de Dios precede, acompaña y corona esta paciente tarea, que compromete a todo el hombre. El hermano Roger de Taizé ha recibido como carisma y vocación el emprender lo que él llama la "aventura de la reconciliación". "El perdón es la realidad más asombrosa y generosa del evangelio; es sin duda un milagro". "De ti depende anticipar sin retrasos una reconciliación" .
Para vivir a Cristo en medio de los hombres, uno de los mayores riesgos que hay que correr es el de perdonar olvidando el pasado del otro. "Perdonar una y otra vez es lo que te libera respecto al pasado y lo que te sumerge en el momento presente". "Con vistas al perdón, atrévete a rezar la oración de Jesús: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" .
El propio itinerario espiritual del hermano Roger viene marcado por el deseo de "comprenderlo todo del otro". La iglesia de Taizé se titula precisamente "Iglesia de la Reconciliación", y a su entrada puede leerse esta exhortación: "Vosotros los que entráis, reconciliaos. El padre con su hijo. El marido con su mujer. El creyente con el que no puede creer. El cristiano con su hermano separado".
La reconciliación es calificada, pues, por el hermano Roger Schutz como aventura, milagro, realidad asombrosa, riesgo, atrevimiento. "¿Querrás tú también aventurarte por este camino de la reconciliación y el perdón?". Nada nos ayudará tanto a perdonar como el considerar cómo nos perdona Dios a nosotros. Éste es el modo como el Señor nos enseñó a orar, estableciendo una proporción directa entre su misericordia y la nuestra. "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5,7). "Sed unos para con otros benignos y misericordiosos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo" (Ef 4,32).
Somos nosotros mismos quienes establecemos la medida del perdón de Dios. Él firma un cheque en blanco y yo mismo soy quien relleno la cantidad del perdón que deseo, que viene a coincidir con la cantidad del perdón que otorgo a mi hermano. "No condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante, pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida que midiereis se os medirá" (Lc 6,36-38 ).
Cuando en el día del juicio se me vaya leyendo minuciosamente todo el pliego de cargos de mis acciones necias, maliciosas, ridículas, de todos mis errores y omisiones, sólo habrá una cosa que me ha reírme de mis acusadores de esa hora: la conciencia de haber perdonado yo a todos mis ofensores. "Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se ríe del juicio" (Sant 2,13).
La parábola del siervo sin entrañas le sirve a Jesús para poner en escena en un cuadrito dramático toda la lógica contenida en la petición de un padrenuestro. El siervo a quien el señor acababa de perdonar una suma enorme, trata inmediatamente de acogotar a su compañero que le debía una pequeña cantidad. Y el señor le sentencia: "Siervo malvado: yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste, ¿no debías tú también compadecerte de tu compañero del mismo modo que yo me compadecí de ti?" (Mt 18,33).
Pero nuestra gran dificultad para perdonar está en que no nos sentimos muy convencidos de que Dios nos tenga que perdonar a nosotros mucho. Nuestra deuda para con Dios nos parece muy pequeña y exigua comparada con la que los demás nos deben a nosotros.
Para el sacerdote que se sienta en el confesionario resulta asombroso escuchar la enorme ligereza con que la mayoría de la gente suele confesar sus propias culpas. Suele añadir muletillas como por ejemplo, "cosas poco importantes", "nada especial", "sólo los pecados normales"; como si hubiese un pecado que fuese normal. A veces hay hasta quien pide disculpas al confesor por hacerle perder su tiempo, total para cuatro tonterías que va uno a decirle. Pensamos que se nos perdona poco, y, lógicamente, "a quien poco se le perdona, poco ama" (Lc 7,47).
La superficialidad con la que juzgamos nuestras faltas propias, la falta de experiencia de la misericordia divina es lo que más cierra nuestras entrañas para ser misericordiosos con los demás. Mientras nos sentimos libres de pecado, nos atribuimos el derecho a tirar la primera piedra (cf Jn 8,7). Simón, el fariseo decente, no creía que necesitaba mucho perdón, y por eso la prostituta fue delante de él en el reino de los cielos (Mt 21,31). La profunda experiencia de amor que tuvo la prostituta del evangelio le hizo incapaz de tirar piedras contra nadie, ni siquiera contra Simón, el fariseo. Porque se le perdonó mucho amó mucho, y quien ama es incapaz de tirar piedras contra nadie.
Dice San Juan Crisóstomo; "¿Quieres juzgar? Tienes la posibilidad de un juicio muy provechoso. Y que no está sometido a ningún castigo: sienta como juez a tu conciencia y pon en medio todos tus pecados" . Y el poeta Baudelaire: "¡Oh monje holgazán!, ¿cuándo sabré hacer del espectáculo viviente de mi triste miseria el trabajo de mis manos y el amor de mis ojos?" .
Hagámonos monjes contemplativos de nuestra propia miseria, no para quedarnos ahí, por supuesto, con una mirada masoquista de auto desprecio, sino para penetrar en ese oscuro y cenagoso agujero donde comulgamos con toda la miseria de nuestros hermanos los hombres, y con el océano inmenso de la misericordia de Dios. Según San Bernardo, "la miseria del prójimo no se deja sentir sino a un corazón consciente de su propia miseria. Para que tu corazón sea tocado por la miseria del otro, es preciso que reconozcas primero la tuya propia, a fin de que encuentres en ti mismo los sentimientos del prójimo" .
"Las lágrimas del arrepentimiento son a la vez amargas y dulces y se distinguen de las lágrimas rabiosas del despecho o de la sequedad de la desesperación" . Si el reconocimiento de nuestra culpa nos desgarra el corazón, la experiencia de la misericordia de Dios cicatriza al mismo tiempo la herida de la propia culpa y la herida del rencor hacia las culpas de los demás.
¡Oh feliz culpa que nos revela el rostro misericordioso del Padre! ¡Si supiéramos de cuánta felicidad nos privamos cuando excusamos nuestras faltas y preferimos nuestra propia justicia a la que viene del amor gratuito de Dios, que ama a los pecadores (Rom 5,7-8 ), cuando preferimos nuestros harapos al vestido blanco que el Padre regala al hijo pródigo (Lc 15,11-32! La alegría con la que salimos de la confesión es el gozo del abrazo y el beso, el himno a la gratuidad del amor de Dios que "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo acepta" (1 Cor 13,7).
Quien acaba de experimentar en sí tanto gozo, ¿cómo no extenderá su mirada misericordiosa para cubrir con ella como con un manto de luz toda la desnudez y miseria de sus hermanos? ¿Cómo podrá la prostituta que ha gozado de la dulzura de sus lágrimas condenar a nadie, ni siquiera la dureza de corazón de Simón el fariseo? Por eso no hay atajo tan breve hacia el perdón al prójimo como la conciencia de nuestros propios pecados. El Eclesiástico nos avisa: "No reprocharás al hombre que se vuelve de su pecado si recuerdas que culpables somos todos" (Eclo 8,5).
San Pablo cantaba como si fuese un himno: "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo". "Es cierta esta afirmación", nos dice a renglón seguido a quienes dudamos de la sinceridad de los santos al autoafirmarse pecadores. "Fui un blasfemo, un perseguidor, un insolente". Pero "encontré misericordia", "la gracia de nuestro Señor abundó en mí". "En mí primeramente manifestó Jesucristo toda su paciencia" (1 Tim 1,12-16). | |
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