Nos amó hasta el final
San Juan comienza solemnemente la narración de la última cena con estas palabras: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el final" (Jn 13,1); "hasta el final" en un doble sentido, temporal (hasta el final de su vida) e intensivo (hasta el extremo, hasta el límite de lo inconcebible).
"No hay mayor amor que dar la vida por los amigos", había dicho el mismo Señor (Jn 15,13); pero la última prueba del amor es morir precisamente por quienes no se muestran dignos de ese amor. "¡Apenas habrá quien muera por un justo, aunque por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir! Pero la prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros"(Rom 5,7-8 ).
El Jueves Santo se conoce como dies traditionis, jugando con el doble sentido de la palabra traditio: entrega y traición. Vale tanto decir el día de la entrega como el día de la traición. Entrega y traición tienen lugar el mismo día. El día que los hombres escogen para entregar y traicionar a Jesús es el día escogido por él para entregarse por amor.
Jesús se nos entrega por amor en una atmósfera de traición, en un clima de cansancio y de sueño, en una situación difícil, mientras se espesan las sombras de las sospechas, de la maldad, de la vileza, del miedo… "Los hombres colocan juntos aquella noche todo su muestrario de productos averiados: oportunismos, sueño, sucios negocios, alianzas sospechosas, malicia, estupidez, fanatismo. Y Cristo, precisamente en esa situación tenebrosa, todo lo contrario que alentadora, nos da el regalo de sí mismo como alimento nuestro. En el momento, no ciertamente ideal, en que el hombre presenta su cara más odiosa, Cristo “inventa” el modo de quedarse siempre a disposición del hombre".
Cuanto más se espesan las tinieblas, más contrasta con ellas el brillo de la luz. Es la técnica pictórica del claroscuro. En ningún momento de la historia de la humanidad el hombre ha mostrado mayor negrura que en los episodios que rodean la muerte de Cristo; en aquel inmenso naufragio nadie se salva: ni las autoridades políticas, ni los sacerdotes, ni los moralistas, ni los intelectuales, ni los hombres del pueblo, ni los amigos, ni los militares, ni los funcionarios… El hombre muestra su faz más odiosa. Uno llega casi a avergonzarse de ser hombre, de pertenecer a esa especie animal tan cobarde, tan hipócrita, tan cruel y taimada. Los que condenan a Jesús no son siquiera "los malos de siempre", sino precisamente "los buenos": hombres religiosos, sacerdotes y fariseos, hombres cultos y conocedores de la ley, autoridades oficiales, hombres piadosos… Esto es lo que da de sí aun lo mejor que tenemos en nuestra humanidad. Nadie se salva.
O mejor dicho, sólo se salva un hombre: Jesús. Sólo por Él uno se siente orgulloso de ser hombre y pertenecer a esa humanidad donde floreció Jesús. Así en la Pasión el hombre muestra a la vez su rostro más vil y su rostro más radiante, en el máximo de la capacidad de ternura, entrega, abandono y perdón. Si es una vergüenza pertenecer a la misma raza que produjo un Judas, un Caifás, un Pedro y un Pilato, es un orgullo muy grande pertenecer también a la misma raza de quien fue capaz de amar hasta el final.
En nuestro libro sobre el perdón cristiano hay que dedicar un capítulo a meditar cómo Jesús murió perdonando. Es el último punto de referencia, el motivo supremo para nuestros pequeños perdones.
Jesús tuvo que sufrir ya durante su vida el mayor cúmulo de injurias e insultos. Sus adversarios recogieron todos los chismes, todas las palabras más injuriantes para afrentarle. Le llamaron samaritano, que era uno de los peores insultos para un judío: "¿No decimos con razón que eres samaritano?" (Jn 8,44). Le tacharon de hijo de mala madre. Según muchos exegetas actuales corrieron rumores sobre el origen poco limpio de Jesús. Entre los paganos se corrió que había sido hijo ilegítimo de un legionario romano, un tal Pantera. Quizá hay textos en el evangelio que se hacen eco de esta calumnia. Marcando diferencias con él, los judíos le dirán: "Nosotros no hemos nacido de la prostitución: no tenemos más padre que a Dios" (Jn 8,41). Y también quizás con ironía le preguntaban, como suele hacerse a personas de paternidad dudosa: "¿Dónde está tu padre?"
(Jn 8,19). Marcos nota que a Jesús le llaman "el hijo de María", expresión insólito entre los judíos; éstos siempre conocían a una persona por el nombre del padre y reservan el nombre de la madre para el caso de hijos de madre soltera.
Le despreciaron teniéndole por paleto y pueblerino: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?"
(Jn 1,46). "De Galilea no puede salir ningún profeta" (Jn 7,42).
Le llamaron ególatra, hombre engreído: "¿Quién te has creído que eres? ¿Más importante que Abrahán?" (Jn 8,53).
Le tacharon de blasfemo y por ello trataron de apedrearlo. Donde se acaban las razones, los hombres empiezan a pedradas: "Te apedreamos por tus blasfemias" (Jn 10,33). Le tuvieron por endemoniado (Jn 8,48; 10,20), por loco (Jn 10,20); inclusive hasta sus propios familiares quisieron encerrarle en cierta ocasión pensando que estaba loco de atar (Mc 3,21).
Le llamaron ignorante y le despreciaron porque no había estudiado (Jn 7,15).
Le trataron como a un pecador: "Sabemos que es un hombre pecador" (Jn 9, 25-31), un comilón y un borracho (Lc 7,34), un impostor y un falsario (Mt 27,63), y subrayaron el hecho de que se juntaba con malas compañías y con gentuza (Mt 11,19).
En Mt 19,12 probablemente el Señor se hace eco de otro de los insultos que le dirigieron, y fue el de eunuco. El hecho de no haberse casado, cosa insólita entre los rabinos de su época, fue un verdadero escándalo en su sociedad y no faltaron quienes le achacaron falta de virilidad.
Frente a todos estos insultos Jesús mostró una calma extraordinaria y una gran capacidad para encajar las criticas más despiadadas y crueles. En todo momento se mostró seguro de su verdad y no permitió que la oposición generalizada y los insultos le desanimasen o le volviesen agresivo. Jesús no rehuyó la incomodidad de ser persona incómoda para los demás, de ser un continuo incordio en la sociedad de su época, y tuvo que pagar por ello un precio muy elevado.
Sin embargo, esto no significa en absoluto que fuera insensible. Todo lo contrario; en los evangelios tenemos abundantes muestras de la gran sensibilidad que tuvo Jesús para captar todos los rechazos. Se dio cuenta de los desaires de Simón el fariseo, que no le había dado agua para sus pies, ni le había dado el beso, ni ungió su cabeza con perfume (Lc 7,44-46).
Sintió en su corazón la ingratitud de los nueve leprosos curados que no volvieron a darle las gracias. "Los otros nueve ¿dónde están?" (Lc 17,17).
Cuando muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él, Jesús se entristeció y preguntó a los doce: "¿También vosotros queréis iros?" (Jn 6,67).
A los judíos que toman piedras para matarle, les reprocha: "Muchas obras buenas os he mostrado, ¿por cuál de ellas queréis apedrearme?" (Jn 10,32). Este lenguaje lo recogerán los improperios de la liturgia del Viernes Santo, inspirados en el profeta Miqueas: "Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido? Respóndeme" (cf Miq 6,3).
A los discípulos les reprocha su cobardía con un acento triste: "Os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo>"(Jn 16,32). A Jesús le duele la incomprensión, la dureza de corazón de los suyos para entenderle: "Tanto tiempo estoy con vosotros ¿y todavía no me conocéis?" (Jn 14,9).