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Setenta veces siete
Una gran parte de las ofensas que nos causamos en la convivencia diaria están originadas por defectos de carácter habituales en los que nuestra voluntad se ve disminuida por un vicio, un impulso pasional que atenúa nuestra responsabilidad.
El caso más típico es el del mal carácter. Hay personas que tienen accesos de cólera durante los cuales pueden llegar a gritar, golpear, decir cosas brutales, insinuar las intenciones más hirientes. Cuando se les pasa el acceso de cólera y vuelven en sí, se sienten "fatal" consigo mismos. No se reconocen en ese monstruo que ha sido capaz de golpear a las personas que más amaba o de decir palabras tan hirientes que en realidad no siente. En ese momento se arrepienten de haber causado tanto daño y haber montado esa escena. Pero tienen la seguridad de que volverán a hacer lo mismo cada vez que les vuelva ese ataque que los domina.
Parece que hubiera en mí dos personas distintas. De ordinario soy un hombre ecuánime, discreto, cariñoso, razonable. Pero hay momentos en que surge desde las profundidades de mi ser como una bestia herida y maléfica; un monstruo que habitualmente tuviese dominado y enjaulado, pero que periódicamente rompe los barrotes, irrumpe y destroza cuanto tiene a su alcance. Cuando consigo someterlo de nuevo y devolverle a las profundidades de donde salió, contemplo desolado todos los destrozos que ha causado, las dentelladas que ha dado a mis seres queridos. ¡Qué difícil ahora reparar los sentimientos heridos! ¡Qué difícil retirar las palabras dichas! Y esos destrozos no sólo se los he causado a los demás, sino también a mí mismo. Me he convertido en mi peor verdugo.
De este tipo de ofensas es de las que quisiera hablar en este capítulo: de las causadas por defectos habituales que se repiten y se van a seguir repitiendo una y otra vez. ¿Cómo reaccionar ante ellas, tanto cuando yo soy el ofensor como cuando soy el ofendido?
He puesto el ejemplo del mal carácter. Podríamos pensar en otros mil ejemplos de comportamientos compulsivos. En la raíz de estos comportamientos está alguna pasión incontrolada, sea la ira, la lujuria, la pereza, la envidia… Conozco varios casos de maridos profundamente enamorados de sus mujeres, pero que en determinados contextos se ven ciega y compulsivamente llevados a frecuentar el trato con prostitutas. En estos casos se utiliza hoy mucho la expresión "cruzarse los cables". Creo que es un lenguaje muy descriptivo para la experiencia que estoy tratando de analizar. El "cruce de cables" tiene lugar en un momento: una noche loca, un arrebato de ira, un momento de desgana… ¡Cuánto saben de estos "cruces de cables" el alcohólico, el jugador, el drogadicto!
En cualquier caso, se trata de comportamientos que uno no aprueba cuando está sereno; comportamientos que uno no tiene "canonizados", y desentonan con las grandes opciones que libremente hemos adoptados en nuestra vida. La falta de coherencia es precisamente la que provoca ese sentimiento tan desagradable de mala conciencia que surge cuando volvemos a ser nosotros mismos.
El sentirse "fatal" después es la mejor prueba de que ese comportamiento negativo no se identifica con lo íntimo del ser. Ese tipo de pecados de "cruce de cables" en realidad no son los más graves. Los peores son aquellos en que ya no nos remuerde la conciencia, los que hemos llegado a "canonizar", los que hemos aislado tanto con nuestras opciones fundamentales que ya no los vemos como cuerpo extraño, como "cruce de cables". En realidad los peores pecados son los pecados ocultos, los que ya no reconozco como pecados.
González Faus tiene al respecto un párrafo muy bien formulado que no me resisto a reproducirlo entero: "El pecado es sólo el término ya lógico de un proceso semiconsciente, de pequeñas opciones y grandes justificaciones, que a la larga van llevando a convertir en lógico, en coherente y quizás en necesario el mal que se cometerá más tarde. La gran fuerza del mal en el mundo reside en estos procesos misteriosos… por los que un día llega a hacerse plausible o necesario… El hombre nunca se entrega a la monstruosidad por ella misma, sino como resultado de un proceso sutil que la ha hecho supuestamente lógica o necesaria y la ha desprovisto de su carácter terrible" .
Al término de este proceso ya deja de remordernos la conciencia. El pecado se ha hecho algo asumido, identificado con el núcleo de la persona; ya no es un "cruce de cables" momentáneo, sino la instalación permanente en nosotros de un orden de valores plenamente asumido.
Por eso nuestros verdaderos pecados son los ocultos, aquellos en los que ya ni siquiera nos sentimos mal. El verdadero pecador no es el hombre que tras un acceso de ira se siente "fatal" consigo mismo, sino el que justifica plenamente sus accesos de ira y en ningún momento se distancia de ellos críticamente. Ese hombre violento y tiránico que tiene metidos en un puño a su mujer y a sus hijos, que monta continuas escenas de terror; déspota y autoritario, rehúsa todo diálogo y se niega sistemáticamente a dar ninguna razón a sus arbitrariedades, salvo el "porque lo digo y basta". Tiene plenamente justificada su violencia con grandes justificaciones: "El hombre debe llevar los pantalones y poner a la mujer en su sitio", "Mientras sea yo quien os doy de comer, en mi casa tendréis que hacer todo lo que yo os diga", "Yo en mi casa chillo todo lo que me da la gana y nadie tiene derecho a rechistar". Estos argumentos justifican amenazas, gritos, golpes, arbitrariedades.
Ya se han hecho, como decía González Faus, "lógicos", "coherentes", "necesarios", "plausibles", "desprovistos de monstruosidad". A este "término" hemos llegado a través de un proceso lento, semiconsciente, de "pequeñas opciones y grandes justificaciones"
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Una auténtica disciplina penitencial tiene que evitar precisamente eso, el llegar a este "término". Nunca podremos evitar el tener accesos de cólera, pero nuestros esfuerzos sí pueden evitar que se conviertan en algo plenamente justificado o desprovisto de monstruosidad. Debemos distanciarnos de nuestra cólera mediante el arrepentimiento y la petición de perdón todas y cada una de las veces que nos hayamos dejado llevar de ella. Eso no evitará nuevos ataques, pero sí evitará el que la cólera se enquiste dentro de nosotros, se convierta en un pecado oculto y llegue a posesionarse de nuestro yo más profundo.
Hay que ir desactivando una a una cada una de las "pequeñas opciones y grandes justificaciones" el arrepentimiento y la confesión. Aquí entra en juego el pedir perdón setenta veces siete (cf Mt 18,22), aun con la práctica certeza de que volveremos a repetir esos actos que escapan al control pleno de nuestra voluntad.
El mayor obstáculo contra el arrepentimiento es pensar que no sirve de nada si luego lo vamos a hacer otra vez. Aquí está el gran obstáculo para una disciplina penitencial. Ésta es la piedra de escándalo donde tantos tropiezan y abandonan la lucha contra sus defectos. En el momento en que tiramos la toalla y pactamos con nuestros pecados, entonces es cuando permitimos que el pecado se adueñe de lo más íntimo de nuestro ser. Entonces, lo que anteriormente no era plenamente deliberado, se convierte en algo plenamente poseído y justificado. Cuando menos nos remuerde es cuando lo hemos ya más nuestro.
Pero también el efecto de nuestros pecados sobre los demás es muy distinto cuando los confesamos y nos arrepentimos de ellos. Una mujer puede estar casada con un marido violento, pero que está continuamente pidiendo perdón, y se lleva un "disgustazo" cada vez que se deja llevar por su mal carácter y multiplica sus detalles de cariño para hacerse perdonar. En un caso así, la mujer disculpa más fácilmente al marido. Cuando le ve encolerizado, lo siente ya no sólo por sí misma, sino también por él, sabiendo el mal rato que se va a pasar cuando vuelva en sí. ¡Qué fácil tener misericordia con las personas que se arrepienten y expresan visiblemente su arrepentimiento!
En cambio, lo difícil es convivir con una persona violenta que tiene plenamente justificada su violencia, disculpa sus acciones y no da la más mínima señal de arrepentimiento.