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 El arte de perdonar 2

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m_elissah

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MensajeTema: El arte de perdonar 2   El arte de perdonar 2 EmptyJue Jun 14, 2007 11:51 pm

................. study

El arte de perdonar




Que tu fiesta no tenga fin



Hoy día la palabra comunidad está de moda. Se nos habla de comunidad autónoma, de comunidad educativa, de comunidad de vecinos… Y, por supuesto, en la Iglesia, las que antes se llamaban cofradías, congregaciones, pasan ahora a llamarse comunidades: "de vida cristiana", "de base", "neocatecumenales", carismáticas…
Cualquier grupito, por tenues que sean los lazos que les unen y los compromisos comunes, se arroga inmediatamente el título de comunidad, aunque muchas veces les venga muy ancho.

Esta inflación en el uso de la palabra comunidad no significa que de hecho se esté creciendo en comunión, pero sí al menos manifiesta la nostalgia, el deseo profundo del hombre por una vida más solidaria, más participada.

En realidad el Nuevo Testamento no usa la palabra comunidad para referirse a la congregación de los primeros cristianos. El término más consagrado es el de iglesia (ekklesia), convocación, donde sobresale ante todo el elemento de la vocación, la llamada. El lazo primario que une a los cristianos es el de la comunión en una misma llamada.
Nos puede decepcionar un poco el no encontrar en el Nuevo Testamento la palabra comunidad. Si aparece en ocasiones, se trata de una traducción libre de diversas expresiones griegas, tales como "la muchedumbre", "ellos mismos", "los muchos", "la fraternidad"… . La palabra griega más próxima a nuestra idea es el término "fraternidad" (adelphotes), que sólo aparece dos veces, en 1 Pe 2,17 y 5,9.

En cambio, las que sí aparecen continuamente en el Nuevo Testamento son otras palabras de la misma raíz de comunidad, entre ellas una de las palabras cristianas más hermosas, koinonía (comunión).
Esta palabra aparece diecinueve veces ene. Nuevo Testamento: junto a ella otros vocablos de la misma raíz y significado: el verbo comulgar, estar en comunión (koinonein), ocho veces; los adjetivos koinonós, diez veces; koinonikós, una vez, y koinos, tres veces en esta acepción. Encontramos, pues, esta misma raíz un total de cuarenta y una veces a lo largo de todo el Nuevo Testamento.

La koinonía denota la puesta en común, la mutua pertenencia, los vasos comunicantes que se establecen entre los creyentes y Cristo. Esta comunión es atribuida ante todo a la acción del Espíritu Santo, que es el único capaz de crearla (2 Cor 13,13). Los cristianos están en comunión con Cristo (1 Cor 1,9), en su naturaleza divina (2 Pe 1,4), en sus padecimientos (Flp 3,10; 1 Pe 4,13) y en su gloria futura (2 Pe 5,1). Expresan y realizan esta comunión mediante el signo sacramental de su cuerpo y de su sangre (1 Cor 10,16).

Esta misma comunión con el Padre y el Hijo es la que establece la comunión mutua de unos con otros en el seno de la comunidad (1 Jn 1,3.6.7). Los creyentes comulgan profundamente unos con los otros en la fe (Flm 6), en el evangelio (Flp 1,5), en el servicio (2 Cor 8,4) y en los sufrimientos y la consolación de los hermanos (2 Cor 1,7).
La comunión en los bienes espirituales (Rom 15,27) debe extenderse también a todos los bienes (Gál 6,6), incluidas las necesidades y los bienes materiales (Rom 15,26; 12,13), hasta el punto de que, cuando la palabra koinonía aparece sin más, designa siempre el compartir de los bienes materiales (He 2,42; Heb 13,16).

Así pues, importa más hablar de comunión que de comunidad. La verdad de una comunidad se mide por el grado de comunión profunda que existe entre sus miembros, no por lo complicado de sus estructuras, lo uniformado de sus costumbres o el número de horas que pasan juntos. Habitar bajo un mismo techo no constituye una comunidad, porque entonces serían una comunidad los presos en una cárcel. El trabajar juntos en una misma obra no necesariamente constituye una comunidad, pues en ese caso serían comunidad los condenados a trabajos forzados.
Lo que nos constituye en comunidad cristiana es la puesta en común de nuestra fe, nuestras experiencias religiosas, nuestra oración, nuestros padecimientos y alegrías, nuestros proyectos.

Hay comunidades de religiosos y religiosas con muchas estructuras comunes, pero con muy poca koinonía; lugares donde los miembros son unos extraños unos para otros, donde cada uno vive encerrado en su madriguera, donde sólo se conversa sobre insustancialidades, donde se desconoce todo acerca de la vida espiritual del hermano, donde hay vergüenza y recelo en manifestar la propia intimidad ante los demás, donde ocultamos nuestras propias pobrezas por miedo a ser rechazados.
Muchos grupos sufren lo que yo llamaría una inflación comunitaria. ¿Cuándo se da la inflación en la economía? Cuando hay más billetes de los que corresponden a la riqueza real del país. En este caso, los billetes van progresivamente perdiendo su valor.

¿Cuándo se da la inflación en una comunidad? Cuando el número de actividades y estructuras no corresponde a la riqueza real de koinonía que hay en esa comunidad. Dichas actividades y estructuras se van devaluando, se van convirtiendo en algo puramente formal, artificioso, desprovisto de calor humano, de sinceridad y de soplo del Espíritu.
Veo comunidades religiosas en las que sus miembros están todo el día juntos y lo hacen todo en común, y sin embargo apenas se conocen, se comunican y se aman. Esto es lo que yo llamo una inflación comunitaria. En cambio hay comunidades ágiles, funcionales, en las que sus miembros tienen mucha independencia, y sin embargo se comunican y se relacionan de un modo espiritual muy profundo y auténtico.
Potenciar una comunidad es ante todo potenciar el nivel de koinonía que se da dentro de ella, y no meramente multiplicar reuniones y actividades comunes, o complicar la maraña de ordenanzas y reglamentos para conseguir la uniformidad.

"La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo" (2 Cor 13,13). Al Espíritu se le atribuye la comunión. Él es el sello de la alianza (Ef 1,13). La alianza comunitaria que vincula espiritualmente a los miembros de una comunidad se ve reflejada mejor que en ninguna otra imagen en la de las bodas: la comunión de vida entre hombre y mujer unidos en matrimonio, que son la primera célula de todo el tejido comunitario eclesial.

Por eso quiso Jesús comenzar su ministerio en una boda, la de Caná. Una boda en la que se termina el vino. ¡Qué bella imagen para esa pobre realidad de los hombres erizos, que se acercan unos a otros, pero que son incapaces de entrar en una unión duradera y estable! Hablábamos del fracaso del hombre en sus intentos de convivencia. El amor se consume, se desgasta; la alegría de la fiesta se degrada con el tiempo y los conflictos. ¿Será posible prometer un amor eterno? ¿Puede el hombre pronunciar las palabras te querré siempre? ¿No se agotará su amor como el vino de la boda y la fiesta tendrá un final con sabor amargo?
A esta inquietud humana intenta responder San Juan en el episodio de las bodas de Caná, mediante el simbolismo del vino de la fiesta. El vino simboliza la alegría desbordante, la abundancia de los tiempos mesiánicos que ya habían prometido los profetas, cuando los montes destilarían vino (Jl 4,18 ). Se da el doble simbolismo de la alegría y del amor. "Has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan en vino nuevo>"(Sal 4,8 ). "Tus amores son más dulces que el vino" (Cant 4,10).

Lo importante no es que dure el vino hasta el final del banquete el día de la boda, sino que dure el amor y la alegría durante todo el matrimonio de aquellos esposos. Esto es sólo Jesús quien puede garantizarlo mediante el don de su Espíritu.

La permanencia del amor no es meramente la permanencia de una fidelidad costosa. No se trata de seguir amando por puro sentido del deber. Es la permanencia de un amor gozoso, que se renueva, que busca cada día nuevos símbolos para expresarse. El amor que los esposos aportan el día de su boda se acabará, porque todo lo humano se acaba. El amo y la ilusión que el novicio trae el día de sus votos se acabará. Pero el Señor está presente para dar un vino nuevo mucho mejor que el del principio.

Hace muchos años anunciaban una ginebra en la televisión. En el anuncio se veía un guateque aburrido. La cámara giraba en círculo y captaba los bostezos, el aburrimiento y lo cortante de aquella situación. Nadie bailaba, nadie reía, nadie hablaba. De repente aparece como por ensalmo una botella de ginebra. "¡Despiértate, copa!". Se echa un chorrito en cada vaso y todo el mundo se pone a bailar, a reír, a conversar. Se ha animado la fiesta.

Éste es el sentido del episodio de Caná. El Señor nos dice: "Vuestra fiesta es aburrida. Habéis dejado de comunicaros y de cantar. Vuestra convivencia se deteriora. Vuestro diálogo se interrumpe. Vuestras canciones enmudecen. Pero yo estoy en medio de vosotros. Yo pongo mi Espíritu en vosotros, y en vuestros labios un canto nuevo. Ya no necesitaréis drogas ni estimulantes químicos para sentiros bien en presencia de los demás. Para estar animados en la fiesta. ‘No necesitáis embriagaros con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu y cantad" (Ef 5,18 ) Desde que Jesús ha venido a nuestro mundo, para cantar ya no hay que llenarse de vino, sino de Espíritu.
No es, pues, extraño que los discípulos el día de Pentecostés, llenos del Espíritu Santo, den la impresión de estar embriagados (He 2,13). Es el vino nuevo de las bodas, el que se promete a la comunidad cristiana en el día de su alianza para que su fiesta no tenga fin.

Un jesuita colombiano tuvo una crisis profunda vocacional, un desengaño con su comunidad. Le pareció que se le había terminado el vino de la alianza. Su vocación había dejado de ser una fiesta que celebra, para ser una carga insoportable. Decidió abandonar la orden, cursando la solicitud de secularización. Mientras llegaba la respuesta de Roma, experimentó una profunda sanación interior leyendo el libro del prior de Taizé Que tu fiesta no tenga fin y se arrepintió del paso que había dado. Gustó el vino nuevo, y al mismo tiempo se le declaró una gravísima enfermedad. Antes de que llegaran de Roma los papeles firmados que lo desvinculaban de sus compromisos, falleció. De esta manera pudo morir como jesuita, y pidió que en su ataúd se incluyera un ejemplar de ese libro que tanto bien le había hecho para mantener su fidelidad. Verdaderamente su fiesta no tuvo fin.


Lo que siempre podrá celebrar toda comunidad cristiana no es su propio amor humano tan escaso, ni su fidelidad tan frágil. Es la presencia de Jesús en el corazón del misterio.
Podría aplicarse a cada comunidad cristiana lo que Pablo dice a propósito del matrimonio cristiano y de la Iglesia: se trata de un "gran misterio"(Ef 5,32). Como todo misterio es algo que se ofrece a los 2ojos iluminados del corazón" (Ef 1,18 ). Solamente se manifiesta ante una mirada contemplativa, que penetra más allá de las apariencias sensibles. Los místicos ven todas las miserias de la Iglesia tan bien como podemos verlas cualquiera de nosotros. Pero ellos ven algo más que muchas veces nosotros no vemos. Ellos contemplan a la Jerusalén nueva "que baja del cielo de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap 21,2).

Un marido de mirada contemplativa será capaz de reconocer siempre la belleza de su esposa tal como aparece en la foto de bodas, aun cuando su rostro se vaya marchitando con el paso de los años. El cristiano tiene que ser capaz de amar a su comunidad y mirarla con los mismos ojos con que la amó de novicio cuando quedó seducido por su belleza.
Los ojos"iluminados del corazón" descubren siempre tras las arrugas el rostro deslumbrante del que uno se enamoró y que nunca se marchitará con el paso de los años y de los desengaños.
Mientras esta imagen se mantiene viva, nunca se agota el vino del banquete, y la vida en comunidad sigue siendo una fiesta que no tiene fin.

P. Juan M. Martín-Moreno, SJ
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