m_elissah
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| Tema: El arte de perdonar Miér Jun 13, 2007 10:55 pm | |
| ............... Uno de los signos de los tiempos en la Iglesia hoy es el despertar comunitario. La palabra comunidad pertenecía antiguamente al lenguaje espiritual de la vida religiosa. Era algo específico que diferenciaba al religioso de los laicos y de los sacerdotes diocesanos.
Hoy día, en cambio, las fronteras entre las diversas vocaciones cristianas se han desdibujado mucho. Hay una nostalgia generalizada por la vida de comunidad. Los laicos se sienten también llamados a ella y se asocian no sólo ya para <<hacer cosas juntos>>, sino para <<vivir juntos>>, para <<ser juntos>>. A medidas que los lazos familiares se han ido debilitando y empobreciendo, surge la necesidad de un marco cristiano de convivencia mucho más amplio del que puede dar la familia <<nuclear>> burguesa, tan pequeña y tan pobre para cubrir ella sola todas las necesidades espirituales de relación que tiene el hombre cristiano.
En mi apostolado sacerdotal, aparte de mi propia experiencia comunitaria como religioso, he dedicado mucho de mi tiempo, energía e ilusiones a crear y consolidar este tipo nuevo de comunidades de laicos, en las que creo profundamente y en las que no veo el futuro de la Iglesia en medio de una sociedad secularizada.
Dentro de la inmensa producción literaria de hoy, he constatado que los manuales y revistas especializadas de moral dedican muchísimas páginas a problemas muy actuales, pero muy minoritarios: inseminación artificial, madres de alquiler, manipulación genética. En cambio, ¡qué poco se escribe sobre los problemas de ética comunitaria, tales como acogida mutua, comprensión, tolerancia y perdón en la vida ordinaria! En algunos manuales de moral no hay ni siquiera una sección dedicada a estos temas.
Son contados los títulos aparecidos últimamente sobre el perdón en las relaciones de familia y comunidad. Esto es lo que me ha impulsado a publicar estas reflexiones, nacidas de una experiencia comunitaria y dedicadas a todos aquellos que de una manera u otra viven en comunidad.
PARTOS, MEDOS Y ELAMITAS
La comunidad cristiana comienza a latir en la sala alta de una casa de Jerusalén un domingo de Pentecostés. Ese día se han reunido en la ciudad partos, medos, elamitas y habitantes de todas las regiones del mundo conocido entonces, en una abigarrada mezcla de razas, lenguas y culturas.
Desciende sobre ellos el Espíritu y se produce el milagro. Los hombres comienzan a comprenderse. Las lenguas dejan de ser una barrera para la comunicación humana. No es que se produzca una lengua común, uniformada, sino que cada uno sigue hablando su propia lengua, y sin embargo es capaz de comprender las lenguas de los demás. La lección es bien clara: no son las lenguas, ni las razas, ni las culturas las que nos dividen, sino la falta de amor. Dondequiera que desciende el Espíritu y está presente el amor, las diversidades dejan de separar a los hombres. Todo el pasaje de Pentecostés lo ha escrito Lucas en paralelismo con la escena de la torre de Babel. En Jerusalén se va a producir el fenómeno inverso al que sucedió en Babilonia. Allí hubo un intento humano por construir la unidad de los hombres simbolizada en aquella torre y en aquella ciudad.
Efectivamente, Babilonia como después Alejandro Magno, como después Roma o cualquier imperio de turno, han intentado construir una comunidad humana unificada, un gran imperio que abarcara a todas las razas, imponiendo una lengua común, destruyendo las culturas, uniformando las costumbres. Son imperios humanos, impuestos desde la bota militar, la <<bota que taconea con estrépito y el manto revolcado en sangre>> (Is. 9,4). La unidad impuesta con violencia, la eliminación de las diversidades, el miedo enfermizo a los que son <<distintos>> de nosotros.
El episodio de la torre de Babel tiene un desenlace trágico: los hombres, que en su orgullo han tratado de construir una ciudad, reciben un castigo de Dios: <<Ea, bajemos y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo>> (Gén. 11,7 ). No se puede alcanzar la unidad y la comunión de los hombres de esa manera. Sólo el Espíritu de Jesús congrega una comunidad cristiana de partos, medos y elamitas, respetando la lengua de cada uno, pero creando una comunión de amor que supera todas las diversidades, conservando <<la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz>> (Ef. 4,3) donde <<ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos son uno en Cristo Jesús>> (Gál. 3 )
Éste es el gran desafío que la Iglesia lanza al mundo. ¿Es posible la convivencia? ¿Es posible la comunión? Pensadores pesimistas de todos tiempos han analizado la tragedia del hombre, creado para entrar en comunión con los demás, pero radicalmente incapacitado para conseguir esa comunión. Schopenhauer compara a los hombres erizos llenos de púas, que en una noche de invierno tienen frío y se acercan unos a otros para conseguir algo de calor. Pero al acercarse se lastiman y se hieren profundamente hasta el punto de tenerse que separar. Nuevamente se les impone el frío y vuelven a buscarse, para herirse y alejarse una vez más. La historia se repite interminablemente. El hombre es un ser sin sentido, creado para una comunión inalcanzable. Sartre hablará de una <<pasión inútil>>. Para él, <<el infierno son los otros>>, pues estamos condenados a convivir con los demás como unos hombres atrapados en un ascensor.
Para Trotsky el hombre no era sino un <<perverso mono sin rabo>>, y Hobbes repetía <<homo homini lupus>>, el hombre es un lobo para los otros hombres. Mauriac llamaba a la comunidad <<rebaño de soledades yuxtapuestas>>. ¿Para qué seguir citando?.
No seamos demasiado fáciles en descalificar esta filosofía pesimista. ¿A quién no le ha tocado experimentar lo difícil que es la convivencia? Pensemos en la convivencia entre marido y mujer, a pesar de la atracción del amor físico; de padres e hijos, a pesar de lo espeso de la sangre; no digamos nada ya de la convivencia entre dos hermanas solteras que se han quedado a vivir juntas, o entre la suegra y la nuera… Tenemos que ser conscientes de tantos fracasos como hay en la convivencia; tantas comunas empezadas de manera ilusionada y utópica, que han terminado a los pocos meses como el <<rosario de la aurora>>. En su película <<Viridiana>> nos presenta Buñuel a una chica idealista que sueña con formar una comunidad con los pobres, e invita a su mesa a toda una tropa de mendigos. Al final acaban destrozando la casa y los muebles, violándola a ella y arruinando la bonita utopía y los sueños de la muchacha. ¿A quién se le ocurre formar una comunidad de pobres? Y pobres somos todos, con nuestros tics, nuestras carencias afectivas, nuestra posesividad, nuestras miradas ansiosas, nuestras expectativas abrumadoras. Pobres erizos encerrados en nuestra armadura de púas, ¿podremos entrar en comunión con los demás?.
Pues bien, es nada menos que Jesús quien tuvo este sueño, esta utopía: formar una comunidad de pobres. El Señor creyó en esta posibilidad, apostó por ella. Para eso murió, resucitó y envió su Espíritu en Pentecostés. (…). Si ya era difícil la convivencia entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos de sangre, el Señor llamó a convivir a gentes entre quienes no se dan lazos de sangre ni parentesco; personas de distintas generaciones, que votan a distintos partidos políticos, con niveles culturales bien diversos, partos, medos y elamitas. ¿Locura, utopía, realismo?
En la comunidad de discípulos de Jesús estaban a la vez Simón el Zelote (versión palestina-bíblica de los terroristas de hoy), fanáticos violentos que acuchillaban a la guarnición romana, y Mateo el publicano, colaboracionista con los romanos, explotador del pueblo, comprometido hasta las cejas en la sucia economía de su época. ¿Podrán habitar juntos el lobo y el cordero, el leopardo y el cabrito, la vaca y la osa? (Is. 11,6). El cóctel fantástico, exótico y variopinto de nuestras comunidades, ‘no acabará convirtiéndose en un cóctel Molotov que estalle en mil pedazos? ¿Será el sueño de la comunidad cristiana un sueño loco e imposible? Ciertamente que es imposible para los hombres, pero <<lo que para los hombres es imposible es posible para Dios>> (Mc. 10,27).
Éste es el gran reto de la comunidad cristiana, el mayor milagro que pondrá en evidencia el poder de la resurrección de Jesús. <<¡Alegría, hermanos, que si hoy nos queremos es que resucitó!>>. Una comunidad de amor en un mundo donde es tan difícil la convivencia es la credencial de Cristo resucitado. <<Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea>> (Jn. 17,21). Está en juego el que el mundo crea. La posibilidad de la comunión es en nuestro mundo de hoy un milagro no menos persuasivo que el dar vista a los ciegos o limpiar leprosos. Está en juego nada menos que la credibilidad del evangelio.
El Señor nos dice: <<Mirad, yo hago posible eso que para vosotros es imposible. Esa comunión que tanto anhelas, pero en la que siempre fracasas, puede ser posible mediante el don de mi Espíritu>>. El amor mutuo es el signo más preciado de que es posible una vida nueva, una vida resucitada. Es el signo de Jesús. <<En esto conocerán los hombres que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros>> (Jn. 13,35). <<Con tres cosas me adorno y me presento bella ante el Señor y ante los hombres, concordia entre hermanos, amistad entre prójimos y convivencia entre marido y mujer>> (Eclo 25,1). Esta comunión y concordia entre hermanos es el adorno de Jesús, el vestido radiante que refleja toda su hermosura, su blanca túnica sin costuras (Jn. 19,24). ¿Qué puede haber tan importante o tan urgente como el contribuir a la credibilidad del testimonio de Jesús, a la hermosura de su presencia entre los hombres? Vivir en comunidad es ya un fin en sí mismo; nunca un mero medio para conseguir una mayor eficacia en nuestra evangelización, o para potenciar nuestros esfuerzos individuales. Es verdad que toda comunidad debe estar abierta a la misión, pero la comunidad no es un mero instrumento al servicio de la misión. Vivimos en comunidad para reflejar la vida trinitaria de Dios, que es comunidad, para celebrar la presencia total de Cristo, que lo es <<todo en todos>> (Col. 3,11). Vivimos en comunidad para tener la oportunidad de vivir la misericordia del Padre en el continuo perdón y acogida mutuos.
Y ¿qué hay tan evangelizador como el amor? San Agustín dice que el amor entre los cristianos es <<sonido dulce y suave voz, trompeta que convoca en todas partes del mundo, la piedra imán que atrae los corazones>> .
Para esto se nos concede el Espíritu, y esto se puede vivir en el Espíritu. Descorazonados ante la dificultad de la convivencia, algunas congregaciones religiosas han tratado de facilitar las cosas y crear comunidades homogéneas, pisitos para jóvenes y conventos clásicos para mayores. En definitiva, han intentado crear unas comunidades para partos, otras para medos y otras para elamitas. Pero ni siquiera eso ha funcionado. Aun en esas comunidades homogéneas las personas siguen teniendo dificultad para comprenderse entre sí. La solución no es rasgar la túnica de Cristo, ni eliminar la riqueza de nuestras diferencias. La única solución es vivir auténticamente en el Espíritu. Donde está presente el Espíritu de Jesús, ni las mayores diferencias serán capaces de desunir. Donde no está el Espíritu de Jesús, ni las mayores uniformidades serán capaces de producir comunión.
Para eso se nos concede el Espíritu: para crear comunidad. Desgraciadamente hay quienes identifican personalidad carismática con hombre extravagante, bohemio, individualista, con caminos propios. Nada más lejos de la verdad. El hombre carismático, el hombre del Espíritu es un hombre de unidad.
La primera carta de los Corintios tiene por finalidad precisamente probar que el Espíritu no se concede para fomentar experiencias personales más o menos psicodélicas, ni para aventuras extravagantes, sino para crear hombres verdaderamente espirituales, es decir, hombres de comunión. <<Mientras haya entre vosotros envidia y discordia, ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano?>> (1 Cor. 3,3). San Pablo se ríe de todos los carismas que puedan tener los corintios, mientras no haya en ellos unidad y amor, que son la manifestación más inequívoca de la presencia del Espíritu de Jesús.
El centro del mensaje está en el capítulo 13. <<Aunque tuviera esto y lo otro y lo de más allá…, si no tengo amor, nada>> (1 Cor. 13,1-3): es decir, mientras no seáis hombres de comunión, no sois espirituales, sino carnales, por sabiduría que tengáis. Permanecéis en la carne por muchos carismas que creáis poseer, por más activos que seáis, por más milagros que hagáis o por más comprometidos con los pobres que estéis.
Uno de los libros más hermosos que se han escrito sobre la comunidad cristiana es el libro de Jean Vanier titulado La comunidad: lugar de perdón y fiesta . En este libro se subraya que en el corazón de toda comunidad se sitúa el perdón. Si el Espíritu Santo es capaz de crear comunidad es precisamente haciendo posible el perdón, la reconciliación continua entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos de comunidad, amigos, compañeros de trabajo.
He querido comenzar este texto sobre el perdón con unas consideraciones generales acerca de la comunidad cristiana, porque es sólo en este marco donde el perdón puede hacerse inteligible. J UAN M. MARTÍN-MORENO S.J. | |
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