EL SECRETO DE MANUEL
Fr.Eusebio Gómez Navarro O.C.D
A lo lejos avanzaba una nube de polvo que poco a poco se iba acercando a donde yo estaba. Por momentos pensé que eran animales, pero no, era un grupo grande de personas que caminaban aprisa y desacompasadamente en un silencio ensordecedor.
¿Por qué esa prisa en esa gente? ¿Por qué ese silencio aterrador? ¿Por qué ese llanto reprimido reflejado en esos rostros? ¿Por qué...? La respuesta era clara, Llevaban a enterrar a uno de los jóvenes más valientes de aquella comunidad. Su vida había sido un soplo reflejado en aquella brisa fresca. El tiempo que permaneció entre los suyos fue corto, por eso la gente caminaba muy aprisa.
Llegaron a la iglesia y pidieron que se bendijera aquel cuerpo abatido por el odio y las balas, que se hermanaran los asesinos ausentes y los familiares presentes, y, lo más importante, que se orara por el descanso eterno de quien en vida no lo tuvo nunca.
Y empecé la Misa, sintiéndome pecador yo también, como si yo mismo hubiera cooperado de alguna forma a aquel crimen. Escuché la Palabra y me dirigí a aquella gente que fingía una calma aparente a costa de morderse lo que tenía entre manos cada quien.
No lloremos por Manuel, dije con voz cortada, lloremos más bien porque no somos capaces de atajar el odio y apagar la pasión de la violencia.
No consolemos a la familia, porque ha perdido un hijo, caigamos más bien en la cuenta de que a duras penas encontramos padres que de verdad quieran a los hijos.
Descubramos el secreto de Manuel, por qué él era de todos, por qué no tenía miedo a nada ni a nadie, por qué lo mataron.
Manuel siempre dio un sí sin reservas. En medio de las invitaciones de otros caminos más fáciles, él escogió entrar por la puerta estrecha y nunca dio marcha atrás. A pesar de todas las contrariedades y sufrimientos, nunca dejó de orar para poder mantenerse en la noche oscura de la vida.
Manuel creía en Dios; era un joven que hablaba con Dios como con un padre y un amigo. Y la gente lo sabía, pero como que se le abrieron los ojos cuando yo lo dije y lo repetí dos o tres veces, pues era lo más importante que nos dejaba Manuel: su secreto. El secreto de que Dios caminaba con él.
Y no sé si fue el secreto, la Palabra de Dios, la comunión o qué, lo que cambió a aquella gente la cara de odio que traían.
Y salieron de la iglesia mansos como corderos y con una gran paz. Mientras íbamos camino del cementerio se oía algún comentario de lo bueno que era aquel joven con bondad y corazón de niño, pero con la experiencia y seriedad de un adulto.
Llegamos al camposanto, lugar pavoroso, de horror y de tormento para algunos de los vivos; lugar donde termina la fama y esperanza para otros; pero para Manuel era el lugar del reposo a su cuerpo siempre inquieto y luchador. Sin duda ninguna que Dios le habrá concedido el descanso eterno.
Los jóvenes, sacando fuerza de la debilidad de toda una noche de vela, dejaron caer la tierra sobre el ataúd donde reposaba su amigo. Lo único que le podían ofrecer en esos instantes era un poco de tierra en la que había nacido, y con la que volvería a identificarse. Entonces comprendieron que más pronto o más tarde ellos también serían polvo.
Por momentos pensé que se hacía realidad en ese momento una frase de Emilio Castelar: “El sepulcro será otra cuna”. En aquellos momentos que moría Manuel nacieron muchas cosas en aquella comunidad: amor, serenidad, hermandad y tantas cosas que sonaban a abstracto y hueco, pero que se hicieron realidad en aquella tarde.
Por muchos días aquella comunidad se vistió de luto en juegos, ron y toda clase de vicios. Y todos prometieron ser fieles a Manuel y a su secreto: ser amigos e hijos de Dios. Y yo sé que lo cumplirán.