Jesús comenzó su predicación con un llamado al arrepentimiento. Algunos estilos negativos de espiritualidad cristiana interpretaron eso como un llamado a quedar fijados en nuestros pecados para que, inmediatamente después, desarrolláramos un permanente sentido de culpa. Cuanto más culpables nos sentíamos, más arrepentidos estábamos. Nada podía ser más inconsistente con el significado dado por Jesús. Su llamado al arrepentimiento es una liberación del desorden psicológico provocado por la culpa. Él no incita al arrepentimiento para infundir miedo al castigo, sino porque la llegada del reino de los cielos es inminente. El tiempo es corto y tenemos que prepararnos para un largo viaje. La culpa desperdicia el tiempo, y aun toda una vida. Si ella se prolonga por más tiempo, puede ser insalubre. El arrepentimiento no tiene nada que ver con la culpa. Se relaciona con el vernos libres del engaño que nos infringimos a nosotros mismos.
Escuchar la llamada del Señor al arrepentimiento nos confronta con nuestro propio vacio y nuestra temporalidad, nos lleva a un espacio abierto del espíritu, pobreza de espíritu, a la conciencia desnuda, libre de apuntalamientos sociales, psicológicos, etc.
El arrepentimiento es mucho más serio y más alegre de lo que sugieren los profetas apocalípticos y los fundamentalistas. Alivia los sufrimientos del pasado y rompe las cadenas del pecado, es una revelación redentora y liberadora de lo que NO somos y precede al descubrimiento y a la plena afirmación de quiénes somos en realidad.
El arrepentimiento es seguido por un proceso de liberación de cada una de todas las identidades falsas a las que estamos aferrados con tanta pasión y desesperación, es un nudo que debemos desatar, una muerte a morir.
Parece horrible imaginar que podamos descubrir un vacio de no ser, un eterno anonimato en el centro de nuestra persona. Entonces nos aferramos a cualquier cosa- no importa qué tan superficial sea- que parezca dar sustancia a nuestra afirmación: "Yo soy esto o soy aquello". Nuestro temor al vacío y nuestra evasión del arrepentimiento, pueden ser tan intensos que nos impiden escuchar cualquier llamado redentor.
Sin la iluminación del arrepentimiento tratamos de hacer que el ego encaje en el Yo. Somos engañados por la ignorancia de nosotros mismos, el egoísmo que es pecado.
No podemos entender la gracia sin comprender el pecado. El pecado es lo que no es en realidad, sino lo que creemos que es.
La comprensión cristiana ubica al pecado en el contexto de la libertad personal, que es un aspecto del hecho de ser creados a imagen de Dios, y por lo tanto, de una relación personal con un Dios amoroso. Pero no se afirma que el pecado es solamente aquello que elegimos hacer. Surge más bien de la ignorancia, de nuestra situación decaída. Es un estado más amplio de desarmonía y sufrimiento, es la consecuencia de la elección desacertada e irresponsable, y no solamente el acto mismo de elegir. Tiene consecuencias para nosotros mismos y para el universo del que somos partícipes. La maldad del pecado no se asienta en el hecho de que quebramos las reglas o de que fracasamos en ajustarnos a lo que deberíamos, sino en el hecho de crear sufrimiento para nosotros y para los demás. Todo sufrimiento proviene del pecado, de la falsa identificación del ego con el verdadero Yo. Caemos en esa trampa una y otra vez, cuando olvidamos que el Yo que buscamos no es diferente de la persona que lo está buscando.
Cuando los fariseos le preguntaron a Jesús cuando vendría el Reino de Dios, Él les respondió con un comentario similar, recordándoles como su interioridad jamás podría ser objetivada:
..."la venida del Reino de Dios no es observable....porque en realidad, el Reino de Dios está dentro de ustedes...."(Lc. 17,20).
L. Freeman, O.S.B.
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