El sentido de la muerte para los católicos.
La muerte ha sido vencida. La realidad más dramática de la existencia humana es tener que morir, teniendo en el alma sed de inmortalidad. Esa muerte no es sólo dramática, es también en no pocas ocasiones absurda, cuando viene segada una vida joven y prometedora, cuando a pagar el salario a la muerte es una vida inocente, cuando la muerte llega inesperada, cuando troncha un porvenir magnífico, cuando crea un agudo problema en la familia, cuando... El dramatismo y la absurdez aumentan cuando se carece de fe o ésta es mortecina, casi completamente apagada. En este caso, todo se derrumba, porque se vive como quien no tiene esperanza. En ese caso, la muerte lleva en su mano la palma de la victoria y la vida termina bajo la losa de un sepulcro, dejando a los vivos en la desesperación y en la angustia sin sentido. La fe cristiana, en cambio, nos dice que la muerte es un túnel negro que termina en un nuevo mundo de luz y de vida esplendorosas. Nos dice que la muerte es ciertamente una pérdida, por parte de quien se va (pierde su relación con el mundo) y por parte de quien se queda (pierde un ser querido), pero una pérdida que Dios es capaz de transformar, de forma a nosotros desconocida, en ganancia, porque la muerte del hombre como en el caso de la crisálida desemboca en vida. En Cristo resucitado, vencedor de la muerte, todos hemos ya comenzado, en cierta manera, a vencer la muerte mediante la participación en su resurrección.
Eucaristía y vida. El cristiano, como cualquier otro ser humano, siente día a día el paso del tiempo sobre su cuerpo, el acercarse del encuentro definitivo con la realidad de la muerte, la llamada constante de la tierra. El cristiano no está exento de todo lo que eso significa existencialmente para todo hombre, en su unidad psicosomática. Mientras se va acercando al atardecer de la vida, el cristiano experimenta, sin embargo, a un nivel profundo la llamada de la vida divina, la voz del Padre que le dice: ¡Ven! Esta experiencia se hace, sin lugar a duda, en la oración personal en que cada uno habla de corazón a corazón con el Padre que llama, con el Hijo que salva, con el Espíritu que vivifica. Esta experiencia se profundiza en la recepción del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo en la Eucaristía. Porque el cristiano, cuando come del pan y bebe del cáliz, recibe a Cristo vivo, en su humanidad y en su divinidad, prenda y anticipación de la gloria del cielo. Y porque, cada vez que se celebra la Eucaristía se realiza la obra de nuestra redención y "partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre"(S. Ignacio de Antioquía, Eph 20, 2), como nos recuerda el Catecismo (CIC 1405). El ansia de inmortalidad y de vida eterna que anida en cada uno de los hombres y mujeres del planeta viene satisfecha, lenta pero de modo continuo y eficaz, por la extraordinaria experiencia de vida nueva que va apoderándose del hombre al contacto frecuente con la Eucaristía. Con la Eucaristía bien recibida va creciendo en el hombre la vida, la vida nueva de Cristo resucitado y glorioso en el cielo.
La virtud de la esperanza. Esperar es desear aquello que todavía no se posee. Y está pidiendo entregarse con toda el alma a conseguirlo lo antes posible. Existe la esperanza humana con un horizonte puramente temporal. El estudiante espera obtener buenas calificaciones en los exámenes; el joven espera casarse y formar una hermosa familia; el enfermo espera recuperarse prontamente, mientras el sano espera no enfermar; el marinero espera llegar a casa y abrazar a su esposa y a sus hijos; el misionero espera poder construir una iglesia para sus fieles desprovistos de ella; el sacerdote espera que se llene su parroquia en todas las misas del domingo, etcétera. Estas esperanzas humanas, buenas y perfectamente legítimas, Dios las completa en los cristianos concediéndonos la virtud teologal de la esperanza. Esta esperanza cristiana tiene su meta principal y definitiva en el cielo, a donde todos esperamos llegar con la ayuda de Dios, al terminar nuestra vida terrena. Pero la esperanza cristiana tiene también sus metas parciales, más pequeñas, y que están ordenadas a la última meta. Por ejemplo, la esperanza del niño de hacer la primera comunión o la de la joven novicia por hacer la profesión religiosa; el esfuerzo y la esperanza de un párroco para que sus parroquianos vayan a misa los domingos, o la esperanza de una catequista de que sus alumnos asimilen bien la fe y la vida cristiana, etcétera. Tengamos por seguro que la esperanza, cuando es auténtica, cuando Dios nos la infunde, no engaña jamás ni decepciona a quien en ella pone su confianza.
2. La muerte no es lo peor. Quien no tiene fe puede fácilmente pensar que la muerte es el mayor mal, porque con ella se vuelve a la nada, al mundo del no ser. El buen cristiano mira a la muerte con otros ojos, porque la muerte no es el aniquilamiento del ser sino la puerta para un nuevo modo de ser y de vivir para siempre. Los cementerios cristianos no son sólo lugares del recuerdo, son sobre todo lugares de esperanza, lugares desde los que sube hasta Dios el anhelo de eternidad de los hombres. Por eso la muerte no es el peor de los males, ni mucho menos el mal absoluto. El mayor mal del hombre es el pecado, es el mal uso de la libertad, es la voluntad de rechazar a Dios ahora en el tiempo y luego para siempre en el más allá. Los mártires son esos hombres que con su vida y su muerte nos están diciendo que vale la pena morir para no pecar, para no ofender a Dios y a nuestra vocación cristiana. Por eso, los mártires tienen que tener un lugar mayor en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes. Ellos con su muerte por la fe nos están gritando que la muerte no es lo peor ni tiene la última palabra. Cristo, el Viviente, nos espera con los brazos abiertos del otro lado de la frontera.
En la Santisima Trinidad: Padre Roberto Mena ST