EL SILENCIO ES LA REVELACIÓN
Fr.Eusebio Gómez Navarro O.C.D
Se dice del abad Agato que durante tres años llevó una piedra dentro de la boca hasta que aprendió a estar en silencio”.
Para no hablar es más efectivo un esparadrapo en la boca que una piedra. Cuando la mente y el corazón no están decididos a guardar silencio, por más obstáculos que se metan dentro, no se conseguirá nada.
En nuestras relaciones humanas y divinas oímos, pero escuchamos menos. ¿Cómo restaurar, pues, en nosotros la doble capacidad de oír y escuchar?
El silencio es la mejor escuela para aprender a escuchar. El silencio es la condición previa para que una palabra pueda llegar hasta mí. La primera condición para la escucha es el silencio. En la tradición del Zen se ha insistido mucho en la importancia de lo no dicho. “El que lo dice a la ligera, señal de que no lo sabe; el que de verdad lo sabe, no se precipita a decirlo”. Creyentes y no creyentes necesitarían una terapia oriental a lo divino.
Escuchar en silencio. Sumidos por el activismo y el ruido, se nos olvida estimar el silencio y éste es pobre, vacío y triste. El ruido empobrece, aturde, tensiona. Hay ambientes en los que el rey es el ruido: gritos, bocinazos, acelerones de motores, músicas estridentes. Hay gente que gusta del ruido y lo necesita, para disimular, para no oír otras cosas, para no oírse a uno mismo. Hay gente que gana dinero con el ruido. Hay personas que no pueden vivir sin ruido. Enfermarían de melancolía.
El silencio, en cambio, libera, purifica, armoniza y planifica. Cuando no hay estima por el silencio la gente lo llena de ruido exterior e interior.
El silencio es el hogar de la palabra, le da fuerza y fecundidad. “La palabra que tiene fuerza es la palabra que nace del silencio. La palabra que produce fruto es la palabra que nace del silencio y a él vuelve; es la palabra que nos recuerda el silencio del que procede y nos conduce a él. Una palabra que no tiene su raíz en el silencio es palabra débil, sin fuerza; es como bronce que suena o címbalo que retiñe” (1Co 13, 1) (H. J. M. Nouwen.).
“El silencio es la gran revelación”, dijo Lao Tse. El silencio nos habla de quién somos. El silencio nos sirve para hablar y escuchar. El silencio no es mudez, es el lenguaje más profundo y elocuente, tanto en el amor, como en el odio. El silencio querido y aceptado, es una vivencia de eternidad, pero el impuesto se hace insostenible.
El silencio en sí mismo es neutro. Puede tener, muchos significados: puede ser un vacío, una reprobación, una aceptación o una respuesta comprensiva, puede ser negativo o positivo.
Para escuchar la comunicación del silencio, necesitamos mirar nuestro interior. Este silencio interior supone: silencio con las criaturas, en el trabajo, silencio de la imaginación, de la memoria, del diálogo, del amor propio, del entendimiento, del corazón, de la voluntad, silencio consigo mismo, silencio con Dios. Para este silencio interior tenemos a María como maestra.
Quien ama el silencio ama la soledad. En ellos el alma respira, y en el contacto con la naturaleza el creyente descubre la huella y el “rastro de Dios”. El silencio profundo favorece el encuentro con uno mismo, con Dios y con los otros. Muchas personas buscan en los lugares contemplativos, solitarios, tanto de oriente como de occidente, sosiego para su stress, descanso para su mente y su vida agitada y paz para el alma.
El Señor no pasa en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el susurro de una “brisa suave”, en el susurro del silencio (1R 19,12). Sólo en el silencio puede Elías escuchar la voz del Señor, una voz que le interroga, que le da fuerzas y le pone en pie en los caminos de la vida.
El silencio es luz, paz, gozo, encuentro, verdad. El silencio es Dios. Hay que aprender, pues, a escuchar, a mirar, a percibir, a trabajar en silencio y se encontrará la infinitud, la eternidad, la sabiduría, la belleza y el amor del silencio