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Jeremías de Valaquia, Beato |
Religioso CapuchinoMartirologio Romano: En Nápoles, de la Campania, beato Jeremías de Valaquia (Juan) Kostistik, el cual, religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, con caridad y alegría asistió incesantemente a los enfermos durante cuarenta años (1625).Etimológicamente: Jeremías = La elevación del Señor, es de origen hebreo.Fecha de beatificación: 30 de octubre de 1983 por el Papa Juan Pablo II.
JUAN KOSTISTIKHermano profeso capuchino, que nació en el seno de una familia campesina de Rumania y, en su juventud, emigró a Nápoles (Italia). Las virtudes aprendidas en el hogar, las desarrolló durante su larga vida religiosa en el oficio de enfermero, en el que prodigó su entrega, ternura y amor a los más débiles y desamparados. Lo beatificó Juan Pablo II en 1983, y es el primer rumano elevado oficialmente al honor de los altares.Nací en Rumania allá por el año 1556, y si me hubieran dicho de pequeño que terminaría siendo capuchino, no me lo hubiera creído; entre otras cosas porque no sabía qué era eso.
La culpa de todo la tuvo mi madre, que me llenaba la cabeza de sueños contándome cosas de Italia, donde estaban los buenos cristianos y todos los monjes eran santos; y además estaba el papa.
Tan bonito me lo pintó que a los 18 años dejé la familia y me puse en camino en busca de algo que intuía pero que no sabía concretar.
El viaje no fue fácil. Hasta llegar a encontrar lo que pretendía sufrí lo indecible e hice de todo: trabajar en una fábrica, cavar, guardar animales, servir a un médico y a un farmacéutico. Probé todos los oficios menos dos: paje y verdugo.
Después de tres años de ir deambulando de un sitio a otro llegué, por fin, a Italia; y cuál no sería mi decepción al comprobar que, de buenos cristianos, nada; mucho peor que los de mi tierra; hasta el punto que pensé en volverme otra vez a casa.
Menos mal que un anciano me hizo caer en la cuenta de que no podía generalizar mi primera mala experiencia. Me indicó que fuera a Nápoles y allí encontraría esos buenos cristianos que estaba buscando.
Y así fue; no sólo encontré repletas las iglesias, sino que también descubrí aquellos monjes santos de los que me hablaba mi madre: los capuchinos.
Al lado de los últimos Los primeros años de profeso estuve en distintos conventos ayudando en la marcha de la casa; pero muy pronto me mandaron al convento de S. Efrén el Nuevo de Nápoles, donde me pasé cuarenta años como enfermero.
De mi madre aprendí a ser atento con los pobres, por eso veía lógico que entraran en la huerta de nuestro convento a comer lo que necesitaran. Pero los frailes se hartaron y pusieron una valla. Yo me indigné y, en plan apocalíptico, empecé a gritarles que ya no tendrían más esas cebollas gordas y hermosas que se criaban cuando no había valla, y que semejante avaricia sería causa de una gran carestía.
La verdad es que me sentía a gusto entre los pobres y me molestaban las injusticias que se les hacían. Cuando los notables de la ciudad se unieron para pedirle a S. Lorenzo de Brindis que se hiciera portavoz ante el rey de España Felipe III del pueblo oprimido y vejado por el virrey Pedro Girón, yo hice lo posible para convencer al P. Lorenzo -ya que él se resistía- para que aceptara esta delicada misión.
Pero con los pobres que más me volqué fue con los enfermos. La enfermería contaba con más de setenta, y aunque procuraba atenderlos a todos, prefería a los frailes sencillos, ya que los superiores solían estar bien atendidos por los otros frailes.
A pesar del trabajo y de los años, siempre mantuve la cara colorada y fresca. Tal vez fuera por lo mucho que me gustaban las habas; de ahí que me pidieran y yo las ofreciera pensando menos en la cosmética que en lo buenas que estaban.
Los enfermos me llevaban todo el tiempo, hasta el punto de que no necesitaba tener celda propia. Cuando alguien me preguntaba el porqué, solía responderle que el sueldo no me llegaba para pagar la pensión.
Bromas aparte, la verdad es que el trabajo era duro; sobre todo cuando tenía que atender a fray Anselmo de Calabria, que había perdido la cabeza y se ensuciaba continuamente de arriba a abajo; o a fray Salvador de Nápoles que además de lisiado había quedado como tonto y tenía que darle la comida en la boca como un pajarito, tranquilizándolo cuando me llamaba por las noches.
El Dios de cada díaSin embargo no hay ningún misterio en todo esto. Si soportaba con alegría la dureza del trabajo era porque confiaba plenamente en mi Señor, a quien servía en mis hermanos.
A pesar del misticismo que envolvía el ambiente, yo siempre preferí el servicio al éxtasis. Recuerdo que una vez me pareció ver a la Virgen. Yo me atreví a preguntarle cómo siendo Reina estaba sin corona. Y ella me respondió que su corona era Jesús.
Esta experiencia me impresionó tanto, que pedí al Señor no tener más éxtasis, ya que me habrían impedido servir a los hermanos. Yo era del parecer que la mejor forma de amar a Dios es ejercer con responsabilidad el propio oficio, y el tiempo que queda dedicarlo a la oración.
Así era mi vida, hasta que el superior me mandó a visitar a D. Juan de Avalos que estaba gravemente enfermo. Hacía un frío y un viento terrible. Al volver al día siguiente al convento me sentí mal; era una pleuropulmonía. A los pocos días el Señor me llamó, y yo me fui contento de haber obedecido hasta dar la vida por los hermanos. Era el 5 de marzo de 1625.