La grandeza de los pequeños
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Córdova
Marcos 9, 30-37
Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará.» Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle. Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos.» Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado.»
Reflexión
Amigo lector, déjame hacerte hoy una confidencia personal. ¿Sabes? A mí me encantan los niños y disfruto mucho estando y conversando con ellos. Tal vez también a ti te suceda algo igual. Y la razón es muy simple: porque nos fascina su sencillez, su inocencia, su bondad natural, la transparencia de su alma, su pureza y su candor. Casi todos los niños son así. Aunque algunos sean un poco más pícaros, poseen un alma noble y son muy sensibles ante lo grande y lo bello. Te podría contar muchas experiencias, y seguramente también tú tendrás muchas de ellas. Si quisieras contarme alguna, me encantaría que me escribieras a mi dirección de internet para compartirla conmigo. Mira, yo te quiero contar hoy una historia para que veas la grandeza de la fe, la inocencia y el candor de los pequeños.
Es un hecho real, por supuesto. Sucedió hace algunos años en unas misiones del Africa. Dejemos a la misionera que nos lo cuente personalmente.
«Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto. Pero, a pesar de todo lo que hicimos, murió la madre dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora –¡no había electricidad para hacerla funcionar!–, ni facilidades especiales para alimentarlo. Aunque vivíamos en el Ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros.
Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que, al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. –"¡Era la última bolsa que nos quedaba! –exclamó–; y no hay farmacias en los senderos del bosque".
–"Muy bien –dije–; pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo. Su trabajo es mantener al bebé abrigado".
Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les sugerí a los niños varias intenciones para su oración y les hablé del bebé prematuro. Les conté el problema que teníamos para mantenerlo abrigado, pues se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si cogía frío. También les dije que su hermanita de dos años estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo de oración, Ruth, una niña de 10 años, oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: –"Por favor, Dios –oró– mándanos una bolsa de agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muerto. Por eso, Dios, mándala esta tarde". Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración, la niña agregó: –"Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la pequeña, y así pueda ver que tú la amas realmente?"
Con frecuencia las oraciones de los chicos me ponen en evidencia. ¿Podría decir honestamente "Amén" a esa oración? No creía que Dios pudiese hacerlo. Sí, claro, sé que Él puede hacer cualquier cosa. Pero hay límites, ¿no? Y yo tenía algunos grandes "peros". La única forma en la que Dios podía responder a esta oración en particular, era enviándome un paquete de mi tierra natal. Había ya estado en Africa casi cuatro años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente?
A media tarde, cuando estaba enseñando en la escuela de enfermeras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto, no iba a abrir el paquete yo sola. Así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes del leprosario. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas. Eso serviría para hacer una buena horneada de panecitos el fin de semana. Volví a meter la mano y sentí... ¿sería posible? La agarré y la saqué... ¡Sí, era una bolsa de agua caliente nueva!
Lloré... Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerlo. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: –"¡Si Dios mandó la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!". Escarbé el fondo de la caja y saqué una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: –"¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama en verdad?”
Ese paquete había estado en camino por cinco meses. La había preparado mi antigua profesora de religión, quien había escuchado y obedecido la voz de Dios mucho antes de que sucedieran las cosas, y fue Él quien la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar yo en el Ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes, en respuesta a la oración llena de fe de una niña de diez años que la había pedido para esa misma tarde».
¿Ves qué grande y qué hermosa es la fe y la sencillez de los niños? Nosotros, los adultos, ¿tenemos una fe igual que la de ellos? Por eso, nuestro Señor nos dijo en el Evangelio que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los cielos”. Y también: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al Padre que me ha enviado”. ¡Ojalá que nosotros no nos avergoncemos de ser un poco como ellos!