Marcos 7, 31-37. Tiempo Ordinario. Abramos nuestro corazón de par en par para escuchar a Dios y ver con la fe, los milagros de amor, que realiza cada día en nuestra vida.
Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: «¡Ábrete!» Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
Reflexión
¿Magia negra o magia blanca?... Los evangelios nos narran muchos milagros realizados por nuestro Señor a lo largo de su vida. Y sólo de dos o tres de ellos se nos registra también una breve fórmula pronunciada por Jesús, en su lengua original, que acompaña el milagro. Uno fue cuando resucitó a la hija de Jairo: –“Thalita qumi” –le dijo–; palabras que, según nos explica el mismo evangelista, significan: –“¡Niña, levántate!”. El otro caso es el Evangelio de hoy, cuando Jesús realiza la curación del sordomudo: –“¡Effetá!”, es decir, “¡ábrete!”.
A un ignorante en materia de religión o desconocedor de las Escrituras –cosa, por lo demás, no muy extraña entre los católicos– estas frases le podrían sonar a una fórmula mágica, algo así como el “ada-cadabra” de los cuentos de hadas y brujas. Pero, obviamente, no es así. No se trata de magia. Son expresiones cargadas no sólo de un rico significado teológico, sino también de un profundo simbolismo espiritual: son oraciones. Una especie de “sacramento”.
Cuando el sacerdote administra un sacramento, pronuncia al mismo tiempo una breve oración que acompaña el gesto, exactamente igual a como hace Jesús en esta ocasión al obrar el milagro. Su palabra omnipotente es eficaz porque produce lo que dice: Le ordena levantarse a la niña, y ésta se levanta de su lecho de muerte. Y al sordomudo le ordena que se le abran los oídos y la lengua, y éstos le obedecen. Así son también los sacramentos. El sacerdote dice, en nombre de Cristo: “yo te absuelvo de tus pecados”, y los pecados son perdonados; y afirma “esto es mi Cuerpo” y se realiza el milagro de la transubstanciación, o sea, la conversión real del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y en el rito del bautismo, el sacerdote pronuncia al pie de la letra la palabra “Effetá” para simbolizar que el recién bautizado ha sido ya curado de su sordera y de su mudez espiritual. ¡Cada sacramento es un auténtico milagro de la gracia, que realiza un cambio profundo en el corazón del cristiano!
Pero aún hay algo más. Nuestro Señor tiene el poder de curar enfermos, de resucitar a los muertos, de devolver la vista a los ciegos, la capacidad de oír a los sordos y el habla a los mudos porque es Dios. Es Todopoderoso y lo que El quiere, lo hace con su poder. Pero, ¡atención! El es capaz de curar las enfermedades corporales sin nuestra intervención, pero NO puede curar las enfermedades de nuestra alma si nosotros no se lo permitimos; más aún, si no colaboramos con nuestra voluntad y si no accedemos con nuestra libertad a la acción de su gracia. Dios respeta nuestra libre elección y no violenta a nadie a escoger el bien a la fuerza. ¡Qué misterio!
Jesucristo, durante su vida pública, devolvió la vista a muchos ciegos. Pero no pudo librar de su ceguera espiritual a los escribas y a los fariseos. Devolvió la capacidad de oír a este sordo, pero no fue capaz de hacer oír su voz ni el mensaje del Evangelio a muchos judíos de su tiempo. Después de que el Señor curó al ciego de nacimiento –nos cuenta san Juan– pronunció estas tremendas palabras: “Yo he venido al mundo para un juicio: para que los que no ven, vean; y para que los que ven, se vuelvan ciegos. Si fuerais ciegos, no tendríais pecado: pero como decís: Vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 40-41). Obviamente, nuestro Señor se estaba refiriendo a los incrédulos fariseos y saduceos, enemigos encarnizados de Jesús. Esos nunca se abrieron a la fe ni quisieron aceptar jamás a nuestro Señor ni su mensaje porque iba en contra de sus inconfesados intereses egoístas y de su ambición de poder. ¡Qué tragedia!
Así pues, las palabras de nuestro Señor en el Evangelio de hoy no son una “fórmula mágica”; nos revelan todo un mensaje de salvación. Ojalá que nosotros no cerremos nunca a Dios los oídos de nuestra alma ni nos tapemos los ojos para no ver la luz del sol. Más bien, abramos nuestro corazón de par en par para escuchar su palabra y para ver con la fe los milagros de su amor, que realiza cada día en nuestra vida. “Ver”, en lenguaje bíblico, significa creer; y “oír” es sinónimo de docilidad. Ojalá que ya no seamos ciegos ni sordomudos, sino que, viendo y escuchando, produzcamos frutos de buenas obras y de caridad verdadera. Son las obras y no sólo las palabras las que dan testimonio de nuestra fe, como nos recuerda el apóstol Santiago: “Muéstrame tu fe sin las obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe”.