Jesús ora a su Padre por sus discípulos
Juan 17, 11-19. Pascua. El amor de Cristo es eterno, está presente siempre y en todo lugar.
Juan 17, 11-19
Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.
Reflexión
Un padre de familia se ve obligado a dejar su hogar. El ejército lo necesita. Hace unos días recibió la carta, y hoy debe partir. Su esposa ya lo conocía; pero Jaime, su hijo "mayor" de 8 años, no. Ya en la calle, con su equipaje al hombro, después de darle un beso lleno de emoción a su mujer y a Nancy, su hija de dos años, se arrodilla para abrazar a su hijo. "Jaime, te pido que cuides de tu mamá y de tu hermanita. Estaré unos días fuera. Sé bueno y recuerda que eres el hombre de la casa". Con el corazón en la garganta se aleja por la calle...
Jesús, el Buen Pastor, antes de comenzar el drama de su pasión, encomendó a los suyos a quien sabía que velaría por ellos con tanto amor como Él lo había hecho: a su Padre. "Padre santo, cuida a los que me diste. Voy a ti y los dejo solos, cuida de ellos".
El amor de Cristo es eterno, supera la barrera del tiempo y del espacio. Su amor está presente siempre y en todo lugar. Ésta debe ser la principal alegría de un cristiano: saberse amado por Jesús y por su Padre. Con un amor más fuerte que el odio del mundo. Este amor de Cristo es nuestra insignia, nuestro escudo y nuestra arma de lucha. No puede concebirse un cristiano que huya de la lucha, que se oculte cobardemente tras un árbol quitándose una espina cuando sus pastores y tantos hermanos son atacados por los enemigos del rebaño de Cristo.
Por eso Cristo no pidió al Padre que nos apartara del mundo y nos encerrara en un "mundo perfecto", sino que nos santificara (que nos fortaleciera con su gracia) para vencer el mal y extender su Reino.