Dad al Cesar que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios
Homilia de Domindo, 19 de Octubre de 2008
29 Semana de Tiempo Ordinario (29A)
de Pr. Roberto Mena, ST
LECTURAS DE DOMINGO
Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Con esta lapidaria respuesta resuelve genialmente el Señor la pregunta que maliciosamente le hicieron algunos sobre la licitud de pagar los impuestos al César. Pero podemos preguntarnos ahora: ¿a qué se refiere Jesús con eso de “darle a Dios lo que es de Dios”? ¿Qué es de Dios?
La imagen de la moneda nos da una luz para poder responder a esta pregunta crucial. En la moneda del impuesto estaba acuñada una imagen, la del César, es decir, la del Emperador romano de turno. También estaba acuñada una inscripción: el nombre del César. Para el Señor parece que esa moneda sirve de figura para comprender otra realidad mucho más importante: la del ser humano. En la Escritura leemos repetidas veces que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza (ver Gén 1,26-27; 5,1; 9,6; Sab 2,23; Eclo 17,1-4). He allí la respuesta: el hombre, todo hombre por más insignificante que parezca, es de Dios, porque tiene grabado en lo más profundo de su ser esa “huella”, ese “sello divino”, esa imagen e inscripción que “a gritos” le reclama la comunión con Dios.
Ese reclamo profundo lo experimenta todo ser humano a modo de un hambre de Dios, de una inapagable sed de Infinito, sed de felicidad, sed de un amor auténtico que resuelva su necesidad de amar en la profunda e intensa comunión con otros y con el Tú divino, en una comunión que no acabe nunca, una comunión en la que el objeto de su amor jamás le sea arrebatado.
Pero si por un lado experimentamos ese profundo reclamo de nuestro ser, que es una necesidad imperiosa de Dios, al mismo tiempo experimentamos también un tremendo miedo de “darle a Dios lo que es de Dios”, miedo de entregarnos a Él confiadamente. ¿Es un miedo a que me quite lo que yo pienso que me hará feliz? ¿Miedo a que me pida más de lo que estoy dispuesto a dar? ¿Miedo a que si lo amo demasiado perderé el control de mi vida? Es un miedo absurdo, pues si a Dios le damos todo lo que es de Dios, Él nos dará a cambio todo aquello que hace la vida verdaderamente humana, libre, grande y bella.
Darle a Dios lo que es de Dios implica, en lo concreto, consagrarle a Dios mi vida y mis intenciones, amarlo con todo mi ser y por eso mismo buscar hacer lo que Él me dice, trabajar por ver realizados sus designios en mi vida. En la medida en que tú te orientes hacia Dios “dándole a Dios lo que es de Dios”, devolviéndole a Él aquello que lleva su misma huella grabada en lo más profundo del corazón, contribuirás a que las tinieblas retrocedan, contribuirás a que la sociedad se oriente cada vez más a Dios, volviéndose de este modo una sociedad cada vez más justa, fraterna y reconciliada. De otro modo, en la medida en que no se reconozca la huella divina grabada en lo profundo de cada ser humano, desde el recién concebido hasta el más anciano o inútil para la sociedad, sólo prevalecerá la injusticia, el abuso de aquellos que ostentan el poder económico o político, la explotación abierta o encubierta del hombre por el hombre, el asesinato “suavizado” con términos eufemísticos como “interrupción del embarazo” o “poner fin al sufrimiento de la persona”, cada vez más leyes inicuas serán sancionadas por la mayoría.
Un medio sencillo para “darle a Dios lo que es de Dios” es vivir el ejercicio de la “consagración de las intenciones”. Consagrar significa dedicar, ofrecer a Dios. La “intención” es la razón, a veces sólo por mí conocida, por la que hago algo. “Consagrar mis intenciones a Dios” quiere decir hacer las cosas por Dios, según la exhortación del apóstol Pablo: «ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Ello implica hacer lo que Dios me pide, en el momento en que me lo pide, según su divino designio para conmigo, conocido y madurado a la luz de la oración y el encuentro con Él. En este empeño debemos mirar y aprender de Cristo, haciendo nuestro su criterio de elección y acción: «yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 8,29).
En la Santísima Trinidad:
Padre Roberto Mena, S.T.