Autor: José Fernández de Mesa | Fuente: Catholic.net
La Transfiguración
Mateo 17, 1-9. Pidamos a Dios que realice en nosotros una “transfiguración interior”
Mateo 17, 1-9
En aquel tiempo toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».
Reflexión
Jesús se aparta con tres de sus apóstoles para orar, y lo hace en un monte alto. ¿Qué sentido tiene este detalle para Él? Sin duda alguna Jesucristo escogió un lugar adecuado para ofrecer una señal de su divinidad.
Jesús, para sus apóstoles, es el maestro y el guía de sus vidas, pero es fácil comprender que con el transcurrir del tiempo y las largas horas en su compañía perdieran de vista que Jesús era también el Mesías. En el capítulo 16 de este mismo evangelio podemos leer cómo Pedro realiza su confesión de fe, y manifiesta por primera vez que Cristo es el Mesías, el enviado por Dios para redimir al mundo. Probablemente los milagros y curaciones no lograban mantener esta llama de fuego interior, que es la fe, en el corazón de los apóstoles, y Jesús quiso transfigurarse delante de ellos, es decir, mostrarse en toda su divinidad.
También nosotros podemos ser como los apóstoles. Los hechos extraordinarios o milagrosos no son suficientes para mantener viva nuestra fe. En ocasiones pueden ayudarnos, pero la realidad es que a Cristo, a Dios, se le conoce en el diálogo, es decir, en la oración. Pidamos a Dios que realice en nosotros una “transfiguración interior” que nos permita contemplar su divinidad con el fin de conocerle y amarle cada día con más intensidad.