¡Yo amo a Jesucristo!
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García, misionero claretiano
La religión católica se centra en una persona, en NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, y nada más.
Con las verdades cristianas proclamamos lo que Jesucristo nos enseñó.
Con el culto expresamos nuestro amor a Jesucristo.
Con la oración nos unimos a Jesucristo.
Con los Sacramentos nos llenamos de la vida de Jesucristo.
Con la limosna ayudamos a Jesucristo, que vive necesitado en nuestros hermanos pobres.
Con el apostolado anunciamos a Jesucristo y extendemos su reinado.
Y así con todo lo demás: Jesucristo es lo único que nos interesa.
Mirando en la Biblia a los Apóstoles, nos encontramos con el ejemplo clamoroso de San Pablo. Si alguien ha entendido lo que es el cristianismo ha sido precisamente San Pablo. Pues bien, la libertad en todas esas prácticas que hemos citado era para él algo muy importante. Y así nos dirá:
- Que cada uno siga en su propio gusto y su parecer.
Exige, eso sí, una fidelidad total a la doctrina que han aprendido, y en esto era tan riguroso que maldice al que enseñe algo contrario a lo que los apóstoles han transmitido a la Iglesia. En lo demás, lo que importaba era el amor al Señor Jesucristo, de modo que acaba su carta primera a los de Corinto:
- El que no ame a nuestro Señor Jesucristo, que sea un maldito.
Ese amor de Pablo a Jesucristo se demuestra con un hecho hermoso. En sólo trece cartas ―pues no contamos la de los Hebreos―, saca el nombre de Jesús nada menos que 640 veces en sus diversas acepciones: Jesús, Cristo, Jesucristo, el Señor... Si así lo cita cuando escribe, quiere decir que el recuerdo y el amor a Jesucristo llenaba por completo lo más íntimo de todo su ser.
Una vez hemos llegado a conocer a Jesucristo, la vida ya no es la misma. Un planeta nuevo ―lo vamos a suponer dotado de inteligencia― que se quisiera meter en sistema solar, no podría salirse de su órbita aunque quisiera. Daría vueltas y vueltas alrededor del Sol, y jamás sería capaz de escaparse de allí donde un día se metió voluntariamente.
Esto le ocurre a cualquiera que ha conocido y ha llegado a amar a Jesucristo: necesita al Señor de todas maneras. No se contentará jamás con ninguna novedad que vengan a cantarle al oído. Y si en algún momento hiciera caso a voces extrañas, pronto notaría que se trata de sirenas engañosas que no le van a satisfacer y lo quieren llevar mar adentro del error. Consciente o inconscientemente volvería a Jesucristo siempre: o con al amor o con el remordimiento, pero volvería a Jesucristo.
Esta es la esencia del Cristianismo. En el amor a Jesucristo tenemos cifrada la fe verdadera. Quien ama, es porque cree. Y quien no ama a Jesucristo, aunque diga que cree en Él, en realidad no tiene fe. Ni hará nada por Jesucristo. Mientras que el que ama a Jesucristo, por Él lo hace todo.
Y es que Jesucristo es el único por quien nos podemos jugar la vida. Así lo reconocía Napoleón, cautivo después de tantas victorias que ya no le servían de nada:
- Yo he enardecido a millares y millares que murieron por mí. Pero ahora estoy aquí, atado a una roca, ¿y quién lucha por mí?... ¡Qué diferencia entre mi miseria y el reinado de Cristo, que es predicado, amado y adorado por todo el mundo y vive por siempre!...
Es triste que los grandes de la Historia hayan de reconocer tan tardíamente su error. Nosotros somos más afortunados. Nosotros amamos a Jesucristo desde siempre, y no nos equivocamos, no...
Jesucristo es nuestro ideal más grande, la ilusión mayor que tenemos en la vida: amarlo, hacer algo por Él....