Adolescentes: ¿Qué será de ellos dentro de 20 años?
Recuerdo con satisfacción el comentario de un alumno de la primera promoción de uno de nuestros colegios: «todos los compañeros de mi curso han salido adelante en la vida, tanto los considerados buenos estudiantes como los revoltosos o no tan buenos estudiantes»; y añadía que esto se debía, en buena parte, a la formación que se les había dado en el colegio.
Yo tengo la misma experiencia que ese antiguo alumno. Sé, por experiencia de años, que todos los alumnos y las alumnas, con capacidades y dones distintos, saldrán adelante. Pero no podemos olvidar que esto, que se dice tan rápido, lleva detrás mucho esfuerzo, de ellos mismos, y también de los padres y los profesores. Además, hoy en día parece necesario poner aún más empeño en fundamentar sólidamente esa buena educación, para que la persona no ceda ante la presión del ambiente o las dificultades de la vida. Me atrevo a afirmar, que sin esos principios firmes, todo el sacrificio que exige educar acaba por resultar baldío.
Pensemos por un momento en los niños de la calle de Río de Janeiro, o por desgracia de tantas otras ciudades del mundo. Son niños sin miedo a la muerte, porque no valoran su vida. Les falta una experiencia fundamental, no han podido descubrir, por las circunstancias de su pequeña historia, lo que es el amor. Ese amor que se tienen los padres y que vuelcan en sus hijos, que se manifiesta en mil pequeños detalles de la vida diaria de cada familia, y que hace posible que cada uno aprendamos lo que es el verdadero amor.
Tenemos que dar un paso más si queremos poner una base realmente sólida en la educación. Este amor que se aprende en la familia no es más que una pequeña chispa del Amor que Dios tiene a cada persona, a la que cada día da la vida y la posibilidad de corresponder con gratitud. Somos, como dijo una vez Juan Pablo II, un latido del corazón de Dios y con frecuencia me vienen a la cabeza esas palabras «No tengáis miedo, abrid las puertas de vuestro corazón a Cristo» pronunciadas por Juan Pablo II, el día de su elección, desde la balconada de la plaza de San Pedro y dirigidas al mundo entero. Son palabras sencillas, pero penetrantes. ¿Por qué las decía? Desde luego, si hay algo que nadie pone en duda es su gran conocimiento del ser humano, de la persona. ¿Acaso tenemos miedo?
Mi experiencia, en los 20 años que llevo en la educación, es que los padres y los profesores, muchas veces buenos cristianos, no nos atrevemos a dar un fundamento cristiano sólido a la educación: unas veces porque no hemos entendido bien qué significa «educar en la libertad», y otras porque educar en la fe nos exigiría cambiar alguno de nuestros comportamientos. En el momento que cedemos ante estos argumentos, nos estamos apartando de la Verdad mas profunda y privamos a los hijos del fundamento más sólido, y por tanto, de la posibilidad de hacerles de verdad, libres y responsables.
Sólo cuando conocen el Amor de Dios por cada persona, pueden entender qué es el hombre y lo que valen ellos mismos. Esto les permite mirar a su alrededor con confianza, sin tener que buscar hacerse valer por otras cosas nobles pero pasajeras, como hacer bien un deporte, sacar buenas notas o ser el mas gracioso de la clase.
Si reflexionamos sobre estas ideas confiaremos en los adolescentes y les haremos ver las grandes posibilidades que tienen en la vida. No olvidemos que la juventud es de suyo inconformista y le atraen los planteamientos generosos. Si no lo hacemos así, con toda la buena intención, daremos consejos equivocados que truncarán la buena educación que queremos darles, como se cuenta de la madre de un piloto de aviación que, llena de buena voluntad, daba a su hijo este consejo mortal: «Hijo mío, ten cuidado, vuela despacio y bajito».
Lo que sean nuestros hijos o nuestros alumnos dentro de 20 años, depende de nosotros. Si les damos una educación bien fundamentada, les hacemos libres y responsables, capaces de ser felices, incluso en medio de las dificultades que la vida lleva consigo.
Borja Martínez de Bedoya
ESCUELA DE FAMILIAS
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