Cruces pesadas
Fr. Eusebio Gómez Navarro O.C.D
Se narra- en una anécdota- el caso de un hombre que renegaba mucho de su cruz. La comparaba con la de los otros y pensaba que la suya era la más pesada. Un día se le dio la oportunidad de escoger su cruz. Al entrar en la fábrica de cruces, dejó con gusto su cruz en un rincón y comenzó a buscar la que se adaptara a su hombre. Había cruces de oro, de plata, de marfil, de plomo, de todos los tamaños y de todos los materiales. Al fin encontró una que se adaptaba a su hombro. Se puso feliz y la tomó. Al salir de la fábrica de cruces alguien le hizo notar que la cruz que llevaba era la misma que un principio él había dejado en un rincón.
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Jesús nos indica el secreto para poder convertir la pesada carga en suave yugo: “Tomen mi yugo sobre sus hombros, y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas” (Mt 11,29).
Lord Byron y Walter Scot eran cojos. Scot era cristiano y aceptó esta limitación; sin embargo Byron nunca acogió con humildad ese defecto, llenándose de amargura y de vicios.
La Biblia nos presenta algunas personas que aceptaron su cruz: Job en un solo día perdió a todos sus hijos y posesiones. Su esposa le decía: “maldice a Dios y muérete” (Jb 2,9). Más Job hundió la frente en el polvo y aceptó con humildad la sabiduría de Dios.
A Simón Cireneo lo obligaron a llevar la cruz de Jesús. El Cireneo no tomó la cruz con alegría, sino con rebeldía; pero al ver a Jesús como aceptaba recorrer el camino del calvario con mansedumbre y amor, sintió gozo en poderle ayudar.
Pablo creyó y optó por el anuncio del reino, se alegró de poder sufrir por los cristiano (Col 1.24). En su apostolado encuentra la cruz y a diario encuentra privaciones físicas, persecución, hambre, humillaciones (2 Cor 6,3-10). Él dirá: “la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; más para los que se salvan, para nosotros es fuerza de Dios” (1Cor 1,19).
A Jesús también le pesó la cruz, pues todos los pecados de la humanidad estaban en ella. Al sentir la debilidad, el abandono de Dios gritó al Padre para que le apartara aquel cáliz amargo. Pero llegada la hora Jesús la aceptó con amor y desde ella salva, cura y sana a todos los mordidos por el pecado.
Quien quiera seguir los pasos de Jesús tiene que negarse a sí mismo y tomar su cruz. La cruz que Dios permite en nosotros es para salvarnos y para hacernos partícipes de su obra salvadora. “Cuando algún día sintamos que nuestras espaldas están llagadas por la cruz, veremos cómo en ellas nacen alas para poder volar” (P.Mazzolari).