El silencio
Autor: Jorge Enrique Mújica
Menguar el amor es sofocar el derecho a recibirlo. Es temer que el hombre cumpla la misión para la que ha sido creado: conocer y caminar hacia Dios. Asfixiar el amor es tratar de ocultar la presencia de Dios a través de los suyos. Estrangular el amor es asistir a un espectáculo repulsivo. Ahogar el amor es saber que en una parte del mundo las escenas que atentan contra la libertad religiosa se repiten día a día; matar el amor es ver a cuarenta hombres golpeando hasta la saciedad a dieciséis religiosas franciscanas que trataban de detener la demolición de una escuela, el pasado 23 de noviembre, que les pertenecía sólo porque ahí se habla del amor de Cristo… Escenas como éstas constituyen un triste homenaje al desenfreno agresivo, a la intolerancia religiosa; son una depravación salvaje contra la mujer, contra la dignidad del hombre, contra los derechos humanos. Son noticias de las que no se puede verificar la totalidad de las circunstancias pero que suscitan dolor y reprobación.
Dos semanas después, del infeliz suceso, cinco religiosas todavía siguen hospitalizadas. Una podría quedar paralizada para siempre. Se trata de sor Dong Jianian, de 42 años. Otra religiosa, sor Qing Jing, de 34 años, ha perdido la vista en un ojo. Sor Yue Xiuying (31 años), sor Wang Maizao (32), y sor Zan Hongfeng (34) muestran heridas o tremendos golpes en el pecho, en la cabeza, en la cara, en la espalda o en las piernas.
La semilla del sufrimiento ha empezado a florecer, fuerte y vigorosa, en medio de fatigas continuadas. El número de postulantes, novicias y seminaristas aumenta en China. De la década pasada para acá, muy a pesar de las represalias gubernamentales, el número de hombres y mujeres que ingresan en las órdenes religiosas y seminarios sube: las cifras en las congregaciones de vida activa y contemplativa se duplica en un subcontinente donde las vocaciones crecen y crecen. El gobierno comunista lo sabe y, afín a la ideología atea, si no logra controlarlo, busca apagarlo.
El amor transforma estructuras y los hijos de Mao lo saben. Ese amor de Dios tiene un cariz especial en las manos de las mujeres consagradas que se donan totalmente. Por ellas Dios se ofrenda a los leprosos, a los enfermos de Sida, a los pobres, desamparados y analfabetas. Por las manos de sus consagradas Dios acaricia los rostros de los oprimidos y de los olvidados. La voz de Dios se trasluce en esas otras voces por la que los hombres aprenden que el cariño es el reflejo de la presencia, de la existencia de Dios.
Mas ellas siguen ahí. Han consagrado su vida a Dios en el servicio, en la donación, en la oración, la educación: en el amor manifestando al mundo la primacía de Dios. «Obedecerán a Dios antes que a los hombres». Esta seguridad las hace ser fuertes muy por encima de toda adversidad. Su fe es límpida, sencilla, total y resplandeciente. Son un monumento a la fe que no dista demasiado en semejanza a la de los primeros cristianos. Están ahí y mueren por dar la vida. En ellas Dios sostiene el amor y lo ofrece. No odian, sólo saben amar. Miran la cruz y siguen en silencio. Y es que el que perdona imita a Dios.
Son de «El jardinero» o del «Regalo de amante» aquellos versos de Tagore que vienen a propósito, como himno de gratitud:
«Te alabo mujer porque con una mirada puedes robar al arpa toda su riqueza melodiosa, y ni siquiera escuchas sus canciones.
Te adoro porque pudiendo humillar las cabezas más altivas del mundo, amas a los desconocidos de la tierra».