LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS
Objetivo: Dar a conocer algunos aspectos de la vida pública de Jesús: su mensaje, su obra, sus milagros, etc., para encontrarnos con el Dios que se hace presente en nuestra historia.
HECHO DE VIDA:
CONTENIDO DOCTRINAL:
1. El Bautismo de Jesús:
Juan el Bautista, proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3), como signo de la conversión aceptada por los hombres y del perdón concedido por Dios. Su ministerio es breve y provisional, pues detrás de él viene otro que es mayor y más fuerte. Su popularidad, sin embargo, queda manifiesta cuando leemos que “acudía a él gente de Judea entera y de toda Jerusalén” (Mc 1,5). Jesús se une a ese grupo de seguidores y se hace bautizar por Juan en el Jordán, comenzando así su vida pública (cf. Lc 3,23) en solidaridad con aquellos que confiesan sus pecados.
El bautismo de Jesús es la inauguración y la aceptación de su misión como siervo de Dios, al que están consagrados algunos cánticos de Isaías: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma” (Is 42,1). Es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios. El mismo Padre interviene para presentarlo públicamente y garantizar su ministerio: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17).
En ese momento Jesús toma conciencia de que ha llegado la hora de llevar a término la misión salvadora que Dios le encomienda, sometiéndose enteramente a la voluntad de su Padre. En su bautismo, pues, “se abrieron los cielos” (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.
2. Las tentaciones de Jesús:
Inmediatamente después de su bautismo, los evangelios nos hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto, en el que es sometido a diferentes tentaciones.
El desierto fue, para Israel, lugar de encuentro y de intimidad con Dios, pero, también, lugar de dificultades y tentaciones: allí desconfiaron de Moisés y de Dios; allí quisieron renunciar a su libertad recién conquistada y volver a Egipto. Jesús es sometido a prueba, es tentado por Satanás en el desierto durante cuarenta días, número que nos recuerda los cuarenta años que caminó el pueblo por el desierto, o los cuarenta días de intimidad de Moisés con Yahvé en la cumbre del monte, sin comer ni beber ( Ex 34,28).
Las tentaciones de Jesús no son tentaciones ordinarias, en las que se reflejan nuestras debilidades y flaquezas como efecto de nuestras malas pasiones y nuestra naturaleza corrompida. De hecho, no pretenden seducir a Jesús para que cometa el mal, sino para que se desvíe del sendero recto. Tentación es, por tanto, todo lo que se opone a los planes de Dios. Sólo en este sentido se pueden entender las tentaciones de Jesús: se le hace una propuesta de caminos distintos a los señalados por el Padre. La respuesta de Jesús es de una aceptación total a la revelación recibida en el bautismo. El Padre lo ha proclamado “mi Hijo predilecto”. Ahora, con actitud filial, acepta los planes del Padre, venciendo así toda tentación. No sería Hijo de Dios si no se mostrara dispuesto a vivir como tal.
Su actitud es diametralmente opuesta a lo ocurrido con Adán que “quiso ser como Dios” (Gn 3,5), escogiendo el camino de la desobediencia a los planes de Dios. Jesús tiene el éxito asegurado porque está poseído por el Espíritu, y los que se dejan guiar por él “ésos son los hijos de Dios” (Rm 8,14). La victoria frente a Satanás es segura.
Una gran tentación, en nuestra vida, puede ser el querer conocer a Jesús por caminos distintos de los que él mismo recorrió, o querer encontrarnos con Dios sin conocer y aceptar sus planes sobre nosotros.
3. El mensaje de Jesús:
3.1. El Reino de Dios está cerca:
El centro de la predicación y actividad de Jesús fue la llegada del Reino de Dios. Podríamos decir que el Reino de Dios era la “causa” de Jesús.
Con Juan Bautista el futuro estaba próximo. Ahora, con Jesús, se ha cumplido ya el plazo, y el Reino se ha hecho presente: han comenzado los “últimos tiempos”.
Para los oyentes de Jesús el Reino de Dios era una expresión cargada de vida, que no necesitaba explicación. Era algo que todo el mundo ansiaba. Esta expresión, que se remonta al Antiguo Testamento, compendiaba la fe en que Dios, Señor del mundo, aparecería un día para desterrar de él la injusticia y la miseria, poniendo fin a tantas amarguras de la existencia. La llegada del Reino de Dios se aguardaba, por tanto, como liberación del injusto señorío y como la imposición de la justicia de Dios en el mundo. Era la personificación de la esperanza de salvación.
Con el paso del tiempo, esta expectación tomó formas menos puras, aguardándose cosas muy distintas al hablar de Reino de Dios. Para los fariseos se trataba del perfecto cumplimiento de la Torá; para los zelotes era una invitación a echar mano de las armas, en busca de la restauración nacional y de la erección de un Estado en que imperara Dios (Teocracia política). Para los apocalípticos, la venida del Reino de Dios era una especie de intervención divina, que sacudiría las fuerzas celestes para hacer surgir un mundo nuevo. Estos soñadores especulaban con predicciones exactas sobre el día preciso en que se acabaría el mundo, cuyas descripciones estaban, de ordinario, llenas de fantasías.
En este contexto, Jesús anuncia su mensaje: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Se comprendía bien lo que quería decir, pero ¿de qué manera entendía Jesús ese Reino? … Ni se desenvainó ninguna espada, ni cayó ninguna estrella del cielo. Tampoco fijó ninguna fecha del “fin del mundo”. Jesús no se dejó encuadrar en ninguno de esos grupos, su mensaje se concentró únicamente en el hecho de que Dios reinaría.
El Reino de Dios es un acontecimiento más que un territorio. Se trata, pues, del “reinado de Dios” o “señorío de Dios”, y no del territorio en el que Dios reina.
Jesús anuncia un reinado que ha comenzado ya. Está ya presente y aún se espera. Comenzó ya, pero no ha llegado a su plenitud. Si bien encontraremos a nuestro alrededor realidades tan contrarias al Reino, hemos de aceptar esa Buena Noticia, aún en la oscuridad de la fe, porque el germen de la vida está ya en nosotros. No ha sido reconocido universalmente por todos los hombres, ni se ha consumado definitivamente. Existe ya en medio de nosotros, y está todavía en período de formación hasta que todas las cosas queden sometidas a Cristo y, por Cristo, al Padre.
El Reino de Dios está a la vista. ¿Dónde?… En su propio advenimiento. Cierto que, al principio, Jesús relegó a segundo término el misterio de su persona y sólo habló del reinado de Dios. Pero eso no bastaba para ocultar que el Reino de Dios había aparecido ya por el solo hecho de su propia presencia. Jesús lleva el Reino de Dios en sí mismo. El reinado no es para Él una visión lejana. El mismo Jesús está en medio de él, empeñado en la lucha contra otro reino: “Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lc 11, 20).
Esta presencia del Reino tendrá unos momentos estelares de manifestación cuando Jesús, al expulsar demonios, manifieste que su poder es más fuerte, cuando cure a los enfermos como signo de liberación de todo mal, y cuando comience a formar la nueva comunidad de los discípulos que aceptan la llegada del Reino.
Para poder entrar en el Reino son necesarias dos disposiciones fundamentales: el arrepentimiento o conversión y la actitud de fe.
3.2. Enseña con autoridad:
La enseñanza de Jesús causó admiración y asombro en sus oyentes. Su modo de hablar aparece como algo nuevo y nunca antes visto “porque enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,22). Esta autoridad puede entenderse desde dos puntos de vista:
Porque habla como verdadero maestro, no limitándose a repetir las enseñanzas de otros. Antes de enseñar, Jesús asimila su doctrina y la hace vida propia.
Porque su palabra es eficaz, salvadora, a diferencia de la ley antigua que era insuficiente para salvar.
3.2. Enseña contra las tradiciones:
El anuncio de la Buena Nueva choca, en muchos aspectos, con la mentalidad y las tradiciones de los fariseos y letrados. No es una doctrina más la que Jesús anuncia, sino una doctrina nueva que declara viejas y caducas a las anteriores. Sólo un corazón joven, sin ataduras a viejas tradiciones, es capaz de dar acogida a la novedad del Evangelio.
Jesús considera que hay cosas más importantes que la ley, ya que ésta debe estar al servicio del hombre, y no ser tanto un yugo que le oprime y esclaviza. Su mensaje supera el límite de lo “permitido” o “prohibido”. La novedad del Reino excluye las leyes, normas y tradiciones que siguen sometiendo a esclavitud. Dios quiere el bien del hombre más que el cumplimiento de una ley. Por eso, dirá: “El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La ley tiene una finalidad liberadora, no opresora. Por tanto, cualquier ley que derive en perjuicio del hombre queda sin validez porque ha dejado de cumplir su finalidad.
4. El testimonio de las obras de Jesús:
Jesús acompaña a su predicación con numerosos “milagros, prodigios y signos” (Hch 2,22) para acreditar su propia personalidad. Se tratan de señales o pistas que Dios va dejando en la actuación de su Hijo, para ir descubriéndolo y poder aceptarlo.