5. ¿Cómo es hombre el Hijo de Dios?
Jesucristo fue un hombre real, de carne y hueso. Por eso, como todo hombre, nació, creció en una familia, tuvo hambre, sed, alegrías y sufrimientos. Trabajó como carpintero durante muchos años para enseñarnos el valor de un trabajo honrado, bien hecho y realizado con amor, por más sencillo que parezca. Nacido de la Virgen María, es verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (cf. Heb 4,15).
Y puesto que en Él “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (G.S. 22,2), la Iglesia ha llegado a confesar con el transcurrir de los siglos, no sólo la plena realidad del cuerpo, sino también del alma humana de Cristo, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad. Por tanto, Jesucristo reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón humano.
El alma y el conocimiento humano de Cristo:
El alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Y como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2,52) e, igualmente, adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6,38; 8,27; Jn 11,34).
El conocimiento humano de Cristo expresaba la vida divina de su persona, especialmente, en lo referido al conocimiento íntimo e inmediato que Él tenía de su Padre (cf. Mc 14,36; Mt 11,27; Jn 1,18; 8,55). Por otro lado, Jesús, en su conocimiento humano, manifestaba la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2,8; 14,18; Jn 2,25; 6,61).
El conocimiento humano de Cristo gozaba, además, plenamente de la ciencia de los designios eternos que Él había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,33-34; 14,18-20.26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara, en otro lugar, no tener misión de revelarlo (Hch 1,7).
La voluntad humana de Cristo:
Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divina y humana, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente.
6. La divinidad de Jesús:
Los Evangelios, además de mostrarnos a Jesús como “el carpintero, el hijo de María” (Mc 6, 3), lo identifican como el Hijo de Dios vivo. Las características que distinguen a Jesús no son las mismas que suelen distinguir a los hombres singulares. Jesús no es rico, político, hombre de armas, revolucionario… Los rasgos morales que lo distinguen son su humildad, su bondad, su sencillez, su libertad y fortaleza, su abnegación infinita; en fin, su amor al Padre y los hombres, que le lleva voluntariamente a la muerte de cruz para conquistar nuestra salvación. Pero, por encima de sus cualidades morales, los Evangelios nos testifican el ser de Jesús: Jesús es el Hijo de Dios vivo, el esperado, el Señor, el Mesías esperado, el Salvador. Son abundantes los textos bíblicos que hablan de su divinidad.
Ya al comienzo de su vida pública, Juan el Bautista da testimonio de la divinidad de Jesús: “He ahí al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), y poco después afirma: “Este es el Hijo de Dios” (Jn 1,34). Andrés, discípulo del Bautista, es el primero en descifrar este anuncio, al dar a conocer a su hermano Simón Pedro la noticia de lo sucedido: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41). Más tarde, Pedro, inspirado por Dios Padre, descubrirá la personalidad divina de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,13-16).
Dios Padre dará, también, testimonio de la divinidad de Jesús en el bautismo del Jordán (Mt 3,17) y en la transfiguración en el Tabor (Mt 17,5). El mismo Jesús manifiesta su divinidad: se sabe y se declara superior a toda criatura, a los hombres y a los ángeles ( cf. Mt 12, 41-42; 17, 3; 22, 43-46; Mc 1, 13; Lc 4, 3-13; etc.); da preceptos morales que sólo a Dios corresponde dar (cf. Lc 9,26; Mt12,8; 10;39; etc.); se declara omnipotente (Mt 28,18); perdona los pecados (cf. Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20; etc.) y confiere ese poder a los apóstoles (cf. Mt 16,19; Jn 20,23); se proclama Juez universal del mundo (cf. Mt 16,27); se declara explícitamente Hijo de Dios, y Dios Uno con el Padre (cf. Mt 26,63-66; Mc 14, 62; Lc 2, 49; Jn 19, 7; 10, 22-39; 14, 9-11; etc.).
Los abundantes testimonios de los evangelios sobre la divinidad de Jesús han sido recogidos por los primeros Concilios de la Iglesia primitiva: Nicea, Éfeso, Calcedonia, y nos dan una definición dogmática infalible: Jesús es una sola persona, un único yo, viviente y operante en una doble naturaleza: divina y humana. Esta formulación inefable está adaptada a nuestra capacidad de recoger en palabras humildes y en conceptos analógicos, exactos, pero siempre inferiores a la realidad que expresan, el gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.
7. Posturas en contra de la Encarnación:
Desde el principio del Cristianismo la verdad de la Encarnación ha tenido fuertes adversarios. La mente humana ha encontrado siempre las más grandes dificultades para aceptar que el Eterno y el Inmutable, haya entrado en nuestra historia; que haya escogido para sí un lugar, un tiempo, una Madre; que se haya hecho como el más miserable de nosotros; niño en el pesebre de Belén, pobre obrero en Nazareth, predicador ambulante que ni siquiera tenía sobre qué hacer descansar su cabeza, para terminar su vida como el más vil de los malhechores.
Se pueden dividir en tres grupos los adversarios de la Encarnación: algunos la emprenden contra la realidad de su humanidad; otros contra su Persona divina, y otros contra la unión inefable de la naturaleza humana con la Persona del Verbo.
Desde los tiempos apostólicos hubo herejes, como Marción, que reducían la humanidad de Jesús a una mera apariencia. Según ellos, Jesús, por ser Dios, no pudo conocer el abajamiento del nacimiento ni de la infancia. Apareció directamente como adulto en la Sinagoga del Tiberíades, pues si hubiera nacido, habría dejado de ser Dios.
Para otros, como Apolinar de Laodicea, la humanidad de Jesús consistió solamente en un cuerpo y en un alma sensitiva; el Verbo tomaba en Jesús el lugar del alma intelectual. Por consiguiente, Él no tenía una verdadera naturaleza humana como la nuestra, hecha de un cuerpo material y de un alma sensitiva e intelectual.
La herejía que más fuertemente sacudió al Cristianismo, fue el arrianismo. Esta doctrina negaba la divinidad de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, del Verbo. Según Arrio, un diácono de la Iglesia de Alejandría, el Verbo no era el Unigénito del Padre, engendrado por Él desde toda la eternidad e igual en todo al Padre, sino creado de una substancia diversa de la divina.
Otras herejías continuaron ofuscando la verdadera naturaleza de la unión de la humanidad de Jesús con la Persona del Verbo. La herejía nestoriana, que veía en Jesús un hombre santificado, si se quiere, o incluso divinizado por la presencia del Verbo en Él, como en un templo; en Cristo no había solamente dos naturalezas, sino también dos personas. María, por consiguiente, era la madre del Hombre divinizado, pero no la Madre de Dios hecho hombre.
La herejía eutiquiana pasaba al error opuesto: en Cristo había una sola naturaleza, como también había una sola persona. La naturaleza humana no era precisamente distinta de la divina, sino que quedaba enteramente absorbida por ella.