¿QUÉ ESPERA LA VIDA DE MÍ?
Fr.Eusebio Gómez Navarro O.C.D
La secreta razón por la que Victor Frank no quería suicidarse en el campo de concentración era que tenía dos metas específicas: encontrarse con su familia y escribir un libro.
“El error de la gente, dice Frank, es preguntarse: ¿Qué puedo esperar de la vida? Cuando el acierto está en preguntarse: ¿Qué está esperando la vida de mí?”.
Vivimos de rentas. A veces almacenamos esperanza, pero poco a poco vamos agotándola y no la reponemos en nuestro caminar. Es preciso, pues, soñar; pero es, sobre todo, necesario renovar nuestra esperanza en Dios y seguir trabajando.
Isaías fue un profeta soñador. Soñó que todas las naciones se dejarían instruir por Dios y desde ahí podrían caminar por las sendas de la paz y del amor. Soñó que todas las personas se podrían dar la mano, podrían hacer de las lanzas podaderas, que a los niños se les enseñaría a cuidar y defender la paz y no a adiestrarse para la guerra.
Si hay gente y lugares de esperanza, también hay rostros que de alguna forma proclaman con sus vidas que no es posible la esperanza. Son personas abatidas, destrozadas, sin ganas de respirar ni de vivir. Se han cansado de caminar, de luchar y, por supuesto, de soñar. Hay infinidad de rostros como el del ludópata que se ha arruinado, el del padre de familia que perdió el trabajo, el del hincha que contempla la derrota de su equipo, el del enfermo que no tiene cura, el del drogadicto que, a pesar de las promesas, no logra salir de la adicción. Toda esta gente manifiesta una angustiosa búsqueda de sentido, necesidad de interioridad, deseo de aprender nuevas formas y de encontrar esperanza.
La esperanza es gozosa, paciente y confiada. Gozosa por el bien que se espera y por la ilusión con que se espera. La alegría y la paciencia son dos alas que nos permiten volar por encima de todas las dificultades.
La esperanza cristiana tiene un fundamento último en Dios que no nos puede fallar, porque “es imposible que Dios mienta” (Hb 6,18), porque “Él permanece fiel” (2Tm 2,13).
Debemos esperar con paciencia y confianza un mundo mejor, y debemos hacerlo con una espera activa y colectiva. Debemos esperar como la madre, el enfermo, el preso... como tanta gente que vive de esperanza. Es necesario que brote la esperanza en nuestras vidas. “Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma, y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones. Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colmados” (San Agustín).
Y junto a esos deseos hay que pedir, también, al Señor, que fortifique los corazones, que haga fuertes las rodillas de los débiles, que cure las heridas de los enfermos, que devuelva la alegría y la esperanza a los tristes y deprimidos.
Si abrimos la puerta a la esperanza, todo recobra luz y color; todo se llena de sentido y la vida brota en pleno invierno. Cada día se nos repite: Brotará un renuevo del tronco de Jesé. Sobre Él se posará el Espíritu del Señor. Y Él podrá llenarlo todo de espíritu nuevo, de ideales nuevos, de valores nuevos, de gracia.