De las Cuestiones de san Máximo Confesor, abad, a
Talasio
La lámpara colocada sobre el candelero, de la que
habla la Escritura, es nuestro Señor Jesucristo, luz ver-
dadera del Padre, que viniendo a este mundo ilumina a
todo hombre; al tomar nuestra carne, el Señor se ha
convertido en lámpara y por esto es llamado «luz», es
decir, Sabiduría y Palabra del Padre y de su misma na-
turaleza. Como tal es proclamado en la Iglesia por la fe
y por la piedad de los fieles. Glorificado y manifestado
ante las naciones por su vida santa y por la observancia
de los mandamientos, alumbra a todos los que están en
la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en
cierto lugar esta misma Palabra de Dios: No se encien-
de una lámpara para meterla bajo el celemín, sino para
ponerla sobre el candelero, así alumbra a todos los que
están en la casa. Se llama a sí mismo claramente lám-
para, como quiera que siendo Dios por naturaleza quiso
hacerse hombre por una dignación de su amor.
Según mi parecer, también el gran David se refiere a
esto cuando, hablando del Señor, dice: Lámpara es tu
palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Con razón,
pues, la Escritura llama lámpara a nuestro Dios y Sal-
vador, ya que él nos libra de las tinieblas de la ignoran-
cia y del mal.
Él, en efecto, al disipar, a semejanza de una lámpa-
ra, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de
nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de sal-
vación para todos los hombres: con la fuerza que co-
munica y con el conocimiento que otorga, el Señor con-
duce hacia el Padre a quienes con él quieren avanzar
por el camino de la justicia y seguir la senda de los
mandatos divinos. En cuanto al candelero, hay que decir
que significa la santa Iglesia, la cual, con su predica-
ción, hace que la palabra luminosa de Dios brille e ilu-
mine a los hombres del mundo entero, como si fueran
los moradores de la casa, y sean llevados de este modo
al conocimiento de Dios con los fulgores de la verdad.
La palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar
oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada
en lo más alto de la Iglesia, como el mejor de sus ador-
nos. Si la palabra quedara disimulada bajo la letra de
la ley, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con
su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín,
la palabra ya no sería fuente de contemplación espiri-
tual para los que desean librarse de la seducción de los
sentidos, que, con su engaño, nos inclinan a captar .sola-
mente las cosas pasajeras y materiales; puesta, en cam-
bio, sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpre-
tada por el culto en espíritu y verdad, la palabra de Dios
ilumina a todos los hombres. La letra, en efecto, si no se
interpreta según su sentido espiritual, no tiene más
valor que el sensible y está limitada a lo que significan
materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a
comprender el sentido de lo que está escrito.
No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros
pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir,
la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no
se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materia-
lidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabidu-
ría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero (es de-
cir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo
más elevado de la genuina contemplación; así iluminará
a todos los hombres con los fulgores de la revelación
divina.