LA ENFERMEDAD DEL MUNDO
Fr.Eusebio Gómez Navarro O.C.D
Charles Crawford no conoció el amor en su infancia. El día que su novia terminó con él, decidió quitarse la vida mientras se repetía: “Nadie me quiere…la vida no tiene sentido”.
Rajón Bejín, quien iba para su casa a sacar a su hija a pasear, detuvo su vehículo y, arriesgando su propia vida, subió a la baranda del puente junto a Charles.
Con tacto y amor comenzó a darle apoyo; y estaba de tal modo aferrado a él en un espacio mínimo, que ambos hubieran caído del puente si Charles se hubiera arrojado al vacío.
Después llegaron dos personas que también colaboraron hasta que el desesperado joven dejó de gritar: “¡Déjenme morir! ¡Déjenme morir!...”.
Días después, confesó: “Vi que sí hay quienes se interesan por los demás, y en esta segunda oportunidad nunca olvidaré que alguien arriesgó su vida por mí”.
Vivimos un tiempo dramático y fascinador. “Mientras por un lado las personas dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro manifiestan la angustiosa búsqueda del sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración.... La Iglesia tiene un inmenso patrimonio que ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) (Juan Pablo II).
Nuestro mundo funciona a las mil maravillas, dicen algunos. Hemos aprendido a volar, a conocer los grandes secretos de la ciencia y, sin embargo, no hemos aprendido a ser humanos, pues nos falta el amor, la bondad, la vida, el alma. A esta gran máquina del mundo le falta el corazón. “La enfermedad que padece el mundo, decía M. Teresa, la enfermedad principal del humano, no es la pobreza o la guerra, es la falta de amor, la esclerosis del corazón”.
Dios siempre llama en cada momento de nuestra existencia. El quiere entrar en nuestra vida. Así lo dice san Ambrosio: “Vemos por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su esposa”.
Si Dios viene a nosotros, tenemos que cambiar radicalmente. Y Dios puede “sacar hijos de Abraham de las piedras”; puede hacer que el corazón de piedra se convierta en corazón de carne; puede hacer que del tronco seco broten retoños nuevos; puede hacer que árbol estéril se llene de buenos frutos y puede regalarnos a todos juventud, “alegrar nuestra juventud” (Sal 42,4).
Al acercarnos a la palabra de Dios encontramos luz y fuerza para creer y esperar en contra de toda esperanza, para soñar con nuevos ideales y con una vida nueva.
Hoy podemos hacer realidad los sueños de todos los tiempos, el de poder habitar y entendernos como seres humanos. Sabemos que si confiamos en el Señor, él puede cambiar nuestra vida. Es bueno, pues dirigir nuestros ojos al Señor y pedirle con esta oración de la Liturgia mozárabe: “Te pedimos, Señor Jesús, que fortifiques los corazones de tus fieles, que se hagan fuertes las rodillas de los débiles, que tu visita cure las heridas de los enfermos, que tu contacto de luz cure a los ciegos, que, obedeciéndote, los pasos de los cojos se aseguren y que tu misericordia desate las ligaduras del pecado. Vuélvete hacia los que ahora, con ferviente devoción, se disponen a celebrar místicamente la espera de tu Encarnación ya realizada. Haz que puedan esperar con alegría tu segunda venida y condúceles con dulzura al Paraíso”.